Luis Buñuel decía que la imaginación no delinque, y menos aún, digo yo, si viene de la mano, nunca mejor dicho, de la letra y la palabra. Ahora parece que la “literatura erótica”, o como así la denominan las grandes editoriales, que se dedican a buscar el vellocino de oro para que les alivie de la crisis, acaba de nacer, sobre todo para las mujeres.
Pero antes de la proliferación de libros como “50 sombras de Grey”, “Mi hombre”, “Nos acostamos”, “No te escondo nada”; “Desátame”, “Treinta noches con Olivia” o “Antes muerta que sumisa”, entre otros títulos tan vulgares como explícitos o hiperrealistas, como dirían los posmodernos, existía la literatura erótica: la poesía, el juego de y con la palabra carnosa, tensa y nunca mansa, al servicio del deseo, las pasiones, lo prohibido, lo velado o lo ambiguo.
Los griegos con “Lisístrata” dieron el pistoletazo de salida, y siguieron las sutilezas de Serezade en “Las mil y una noches”, el “Decameron”, de Boccaccio, el Marqués de Sade y “Los 120 días de Sodoma” o “Justine”, “El amante de Lady Chatterley”; “Historia de O”, de Pauline Réage, “La historia del ojo”, de Georges Bataille o “Las once mil vergas”, de Apollinaire.
Y, como no, Los “Diarios”, de Anaís Nin, o “Trópico de Cáncer” y “Trópico de Capricornio, de Henry Miller, esto solo por nombrar algunos de los libros más simbólicos de este género, de un tiempo en el que hacer el amor o seducir con la palabra era cuestión de altura.
Y es que ya lo dice también Mario Vargas Llosa, “hacer el amor en nuestros días, en el mundo occidental, está más cerca de la pornografía que del erotismo”.
Todo ello sin contar con aquellos relatos, aquellas maravillosas novelas que sin hablar de sexualidad explícita provocan en el lector un deseo, un movimiento y aleteo estomacal que para sí lo quisiera E.L.James, como la Lolita de Nabokov, madame Bovary, una regenta o una Ana Karenina, o “El amante”, de Marguerite Duras.
En fin, fantasías, sugerencias, invitaciones para abrir la puerta al erotismo y dar rienda suelta a la imaginación para gozo de mente y cuerpo -que nada tiene que ver con la pornografía- siempre ha habido, sin sombras de Grey, pero con mucho Kamasutra.
Pero como en la pornografía cinematográfica, que todo lo destruye, también la pornografía en la literatura adormece los recursos. Rasgar el velo mata la imagen. Si la literatura no juega a las apariencias, todo queda reducido a cuatro o cinco palabras para denominar órganos y acabar en un orgasmo rápido. Sugerir y no mostrar. Porque ya se sabe, y parafraseando a Maupassant, “para que se me levante, me basta con pensarlo”.
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