Sazón de barrio: conoce a Erik, el tamalero rapero

Bienvenidos a la columna Sazón de Barrio, originaria de Munchies de Vice México  donde perfilamos a cocineros de calle, cocineros de casa y cocineras tradicionales, mientras comemos los manjares que preparan, para descubrir por qué la sazón es lo más importante de ser cocinero.

Desde que tengo uso de razón en mi casa se comen tamales. Mi abuelita los preparaba cuando se le antojaban, que era muy seguido. Cuando ya no pudo cocinarlos, por ya no tener la fuerza suficiente para batir la masa con sus propias manos, todos los domingos nos mandaba a mi hermano y a mí a comprar los que vendía una señora afuera de la iglesia. De niño yo veía los tamales como un agasajo empaquetado: primero quitaba poco a poco la hoja de maíz o plátano que los envuelve; después, al dejar al descubierto ese cilindro alargado y esponjoso, le clavaba la cuchara para cortar un pedazo y mirar como se escapaba la salsa verde o roja con la que tradicionalmente los preparan en la zona central de México. Comía de los extremos al centro y al final dejaba el cachito donde viene el pequeño trozo de carne de cerdo o pollo, que es como “la cereza del pastel”.

Sin embargo, Erik ha convertido sus tamales en verdaderas cajas de regalo, porque al quitar las hojas de la mazorca del maíz uno descubre que en lugar de salsa verde o rajas, hay una pieza de maíz rellena de cochinita pibil, de chorizo con queso, de carne al pastor o, en el caso de los dulces, de crema pastelera, de chocolate —amargo, blanco, Hershey’s—. Los llama ‘tamales gourmet’ y los hace con lo que se le antoja —o lo que encuentra en su refrigerador—.

No necesita hacer mucha promoción para vender sus envoltorios, ni siquiera ocupa un local. Le basta un espacio pequeño en una esquina, a unos pasos de la estación del metro Viaducto de la Ciudad de México, entre un puesto de tortas, uno de tacos de suadero, tripa y longaniza, y el señor con su enorme cacerola llena de aceite hirviendo en el que fríe obleas de papa. Ahí, Erik acomoda su pequeño anafre, casi del tamaño de un banco; su vaporera y un letrero negro con letras blancas.

Erik quita la tapa del bote de metal que contiene los tamales, levanta un plástico que cubre la boca del armatoste y deja escapar un vapor oloroso a sal, dulce, chile, maíz, manteca, todo perfectamente bien balanceado.

“Salados tengo de cochinita pibil, de pastor, de verdolagas con carne de puerco y de frijoles con queso. De dulce ya nada más me quedan de zarzamora con queso, de crema pastelera, de ate y de Carlos V —esa golosina de chocolate que lleva el nombre del emperador de España que popularizó este manjar en la Europa del siglo XV—”, me dice apenas me ve llegar.

Hace cinco años este tamalero, que no rebasa los 37 años, pasaba sus noches repartiendo alcohol y caminando entre las chicas que bailan en el tubo y se quitan la ropa de poquito en poquito: era mesero en un table dance. Para completar su ingreso, le compró a su mujer una vaporera y un anafre, con la promesa de que todo lo que ganara vendiendo tamales sería para ella. Erik ponía la inversión de la materia prima e incluso también le entraba a la batida de masa.

Un día se enojaron y se separaron. Erik se quedó con el equipo, que le sirvió cuando, unos meses después, perdió su trabajo,  aunque encontró otro en el mismo giro a los pocos días. Sin embargo, tendría una semana sin ingreso antes de incorporarse a su nuevo empleo. Así que decidió retomar los tamales para obtener unos pesos. Sacaba su puesto afuera de su casa los jueves, viernes y sábados. Al principio no le iba del todo bien: a veces no se cocían los tamales y esto provocaba que ya saliera por ahí de las ocho de la noche, una hora ya tardía para la venta de este manjarcito que normalmente nos comemos en la merienda en México. Pero después todo empezó a mejorar. Se vino la clausura de muchos “table dances” y Erik ya se dedicó de lleno a su negocio.

“Este tamal [el de Carlos V] también tiene su chiste”, me dice Erik con ese acento “cantadito” típico de quien ha crecido en un barrio popular. “Compro la barra, la tengo que dejar en una bolsita y guardarlo donde haya algo de calorcito. Ahí el chocolate se va “aguadando”, se va “aguadando”; a la hora de cortarlo pues ya está suavecito. En en el microondas no, no sale”.

Erik mete su brazo tatuado a la vaporera para sacar un tamal. En la piel de una extremidad tiene el nombre de su hija, Keiklin, a la Santa Muerte y a un arlequín; en la otra algunos engranes, mangueras, cadenas, tuerca y demás elementos sin terminar pero que darán a su brazo el aspecto de ser biomecánico. Su apariencia rompe por completo con la estampa del vendedor tradicional de este legendario alimento mexicano. No usa mandil ni gorra. Viste bermudas holgadas de mezclilla y playera estampada un tanto más grande que él. Trae la cabeza a rape, usa expansores de unos cinco centímetros en cada oreja más otros aretes, tres piercing en el labio inferior, otro dos en los pezones y otras parte del cuerpo.

La gente lo mira y duda. Un sujeto como él, con su look hip-hop, no es el prototipo de un tamalero. Menos de uno que hace tamales “gourmet”.

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