La noche comenzó mucho antes de que se apagara la luz. A las afueras de la Arena Guadalajara, el ambiente parecía una reunión de viejos amigos reencontrándose con una versión más luminosa de su juventud. Grupos de personas —en su mayoría mayores de 50 años— llegaban con paso tranquilo pero ojos encendidos; sabían que la noche sería un retorno al tiempo en que la música se escuchaba en vinil y el baile era una forma de libertad.

Adentro, el recinto se llenó de una energía peculiar: la emoción de quienes han vivido lo suficiente para apreciar de verdad a una leyenda. No había prisa, pero sí expectación. Y cuando las primeras luces azules y doradas cayeron sobre el escenario, la emoción se convirtió en júbilo.
El arranque fue un golpe directo al corazón del funk. Bastó un minuto para que la Arena se transformara en una pista de baile improvisada: pasos cortos, hombros rítmicos, sonrisas que recordaban tiempos con pantalones acampanados y fiebre disco.
El público, en su mayoría adulto mayor, no fue espectador: fue parte de la coreografía. Los teléfonos grababan, sí, pero la mayoría prefería sentir el momento sin intermediarios. No faltó quien comentara: “¡Así bailábamos en el 78!”, mientras la banda desataba una oleada de metales que hacía vibrar hasta las butacas.
Cuando Philip Bailey tomó el micrófono para Reasons, hubo un silencio reverencial. Su falsete —ese que ha desafiado décadas, estilos y generaciones— volvió a llenar un estadio como si el tiempo nunca hubiera pasado. Varias personas se tomaron de las manos; otras simplemente cerraron los ojos. Fue uno de los momentos más íntimos de una noche que también fue celebración.
Verdine White, eterno motor del bajo, no dejó de moverse. A sus años conserva ese magnetismo que hace imposible ignorarlo. Cada línea rítmica parecía una conversación entre él y el público, una especie de complicidad construida durante décadas.

Un festival de memoria colectiva
Parejas que llevan años juntas volvieron a bailar como en su primera cita; amigos de juventud se abrazaron al escuchar los primeros acordes, y los más jóvenes —porque también los había— observaban esa comunión con el brillo curioso de quien presencia un ritual.
Earth, Wind & Fire no dio un concierto: dio una clase magistral de cómo se sostiene un legado sin volverse museo. Cada coreografía, cada despliegue de viento y percusión, cada destello de luces psicodélicas parecía un homenaje a Maurice White, a la historia del funk, a la música que mueve cuerpo y alma.


September: el himno que hizo temblar la Arena
El instante más esperado llegó con September. No hubo asiento, no hubo cansancio. Incluso quienes habían descansado entre canción y canción se levantaron como si la noche hubiera empezado de nuevo. La Arena Guadalajara saltó, cantó y celebró. Era imposible no dejarse llevar por ese coro universal, por esa melodía que, generación tras generación, ha sabido mantenerse viva.
Y mientras la banda tocaba, algo quedó claro: cuando Earth, Wind & Fire suena, la edad no importa; el espíritu se enciende igual que siempre.
La despedida fue tan cálida como la noche. La banda agradeció en español, lanzó sonrisas cómplices y dejó en el aire la sensación de que, incluso después de cincuenta años de historia, todavía tiene fuego de sobra. El público salió con la alegría de quien recibió un regalo: un viaje al pasado envuelto en energía presente.

