En la Ciudad de México, el mero ombligo del mundo, una mañana o medio día de domingo sin caldo suele ser señal de fracaso social, e indicativo de que la noche anterior no tuvo fiesta, bailongo, ni tragos. Es la coronación de un fin de semana aburrido pero sobre todo sobrio, y es que los capitalinos acostumbramos remediar el síndrome de abstinencia alcohólica —«cruda»— con el calor y sabor de un buen caldo que mientras más picoso y grasoso, cumple mejor su cometido, y que acompañado con una cerveza, no importa si es clara u oscura, garantiza una sanación tan rápida y efectiva como deliciosa y adictiva.
La cruda realidad histórica
Un claro ejemplo de esta cura que mata al fuego con lumbre es el caldo tlalpeño, exquisito platillo originario del sur de la Ciudad de México que fue concebido especialmente para curarle la cruda a uno de los personajes más contrastantes de la historia de México, a Su Alteza Serenísima, al Gran Maestre de la Orden de Guadalupe, al «vende patrias», al «quince uñas»: Antonio de Padua María Severino López de Santa Anna y Pérez de Lebrón, mejor conocido como Santa Anna, y llamado por Enrique Serna el «seductor de la patria».

Se trata de un inmejorable apelativo para referirse a este político, militar, y once veces presidente de México, que conoció a una patria apenas adolescente, inexperta, recién emancipada y con ganas de comerse al mundo, a la que le habló al oído con dulces palabras diciéndole justo lo que quería escuchar, y a la que sedujo tantas veces como la dejó para luego regresar y finalmente desentenderse de ella. Sobre el caldo tlalpeño —que por más que en Veracruz o Jalisco digan que es suyo— hay que destacar que la evidencia señala que se trata de una creación tan azarosa como chilanga. Resulta que Antonio López de Santa Anna gustaba enormemente de pasar largas temporadas de esparcimiento durante las fiestas de San Agustín de las Cuevas, hoy Tlalpan, en su casa de recreo ubicada en la esquina de las calles que actualmente conocemos como Avenida San Fernando y Madero; una vez caída la tarde salía de su propiedad con dirección al centro de Tlalpan en donde apostaba en peleas de gallos, participaba en juegos de azar, y sobre todo bebía y comía.
Era común y a nadie extrañaba que, sin importar si su gallo favorito resultaba ganador o perdedor en la pelea, a don Antonio se le pasaban las cucharadas durante la noche de fiesta; el séquito que lo acompañaba estaba siempre preparado para contener exabruptos y disimular estados inconvenientes por más severos que fueran, pero quienes debían de estar más prestos que nadie en atender al Gran Maestre eran aquellos encargados de sacarlo del infierno de la cruda.

Una mañana el malestar resultó más severo de lo acostumbrado, tanto que Santa Anna pidió a la cocinera que le preparara un nuevo remedio. Ante tal encomienda, asunto de seguridad nacional, la cocinera se dirigió al huerto privado de la propiedad y fue tomando las verduras que encontraba a su paso para después dirigirse, sin distracción alguna, al gallinero y ahí seleccionar al pollo que consideró más propicio para preparar un caldo criaturero.
A pesar de su popularidad entre la comunidad etílica mexicana, los chilaquiles no son exactamente el mejor remedio para aliviar la cruda. En todo caso, beber cantidades ingentes de agua es más efectivo.
Aquella cocinera, cuyo nombre se desconoce, mató al pollo, limpió las verduras, escogió los chiles y condimentos, mezcló los ingredientes al fuego, y una vez cocinados los colocó en una olla de barro para así presentarle a su distinguido patrón el desayuno sin saber que sería la creadora de una de las recetas más representativas de México. Al probar tan delicioso y reconfortante platillo, Santa Anna sintió de inmediato un gran alivio, la mandó llamar y le preguntó cuál era el nombre de tan maravilloso caldo, la respuesta fue: caldo tlalpeño.
Nace un caldo
A partir de aquel momento, cuya fecha se desconoce con precisión pero que sucedió cincuenta días antes de la Pascua, entre los años 1833 y 1835, la anécdota y la receta se dieron a conocer entre los pobladores del lugar y su preparación se hizo cada vez más común, convirtiéndose así en un platillo típico de la región. Con el paso de los años, al llegar el tranvía a Tlalpan y ser alcanzado por la mancha urbana, el caldo tlalpeño dejó de ser un platillo exclusivo de la zona y se convirtió en todo un referente mundial de la gastronomía mexicana.
TUCC: Todos unidos contra la cruda
El ingenio mexicano para eludir las inevitables consecuencias de una noche de farra se cuentan por montones y son la oportunidad propicia para desplegar las mejores cualidades nacionales.
En Zacatecas, por ejemplo, la cruda no se cura con caldo tlalpeño, sino con caldo de rata —sí, rata—. Este platillo es todo un orgullo para el municipio de Fresnillo y la capital de aquel estado. La rata con la que se elaboran estos caldos no es como la de la ciudad; por el contrario, es un animal del desierto, cuya alimentación se reduce a hierbas y milpas. Es un alimento con muchas cualidades y se utiliza, también, para tratar la anemia.

Para la cultura chilanga, los caldos han sido igualmente centrales. Ahí están los caldos de Indianilla —de pollo, en su mayoría— sumamente populares durante la segunda mitad del siglo xx. Se encontraban en la colonia Doctores, por las calles de Claudio Bernard, Doctor Lucio y Niños Héroes. Ahí se daban cita las mejores mentes y personalidades de la época: Diego Rivera, José Revueltas, Rita Hayworth y Dolores del Río, entre otros personajes.
Santa Anna pasó a la historia como un gran villano; sin embargo y más allá de su influencia involuntaria en la gastronomía, podríamos darle una oportunidad y repasar la historia de este hombre que, de alguna manera, le dio viabilidad al entonces incipiente Estado mexicano.
Se le acusa de vender patrias a pesar del contexto de las negociaciones de Texas, y de que en el Tratado de Guadalupe-Hidalgo no aparece su firma, pues quien fuera Maestre de la Orden de Guadalupe ni siquiera estaba en aquel momento en México, andaba en Cuba persiguiendo a una señorita.