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Nicaragua, “la dulce y explosiva cintura de América” en palabras de Sergio Ramírez, premio Cervantes de Literatura

El escritor dedico “a la memoria de los nicaragüenses que en los últimos días han sido asesinados en las calles por reclamar justicia y democracia” el premio Cervantes que recibió esta semana en España.

Sergio Ramírez no necesita premios para ser reconocido como uno de los grandes escritores, no sólo de Centroamérica, sino de América Latina.

Sin embargo, el Premio Cervantes que recibió esta semana de los reyes de España tiene un significado especial por su amor a Cervantes y porque lo empareja con amigos y maestros como Carlos Fuentes y Mario Vargas Llosa, quienes también lo recibieron.

Obras suyas como "Castigo Divino" o "Margarita, está linda la mar", forman ya parte del canon latinoamericano, mientras que sus memorias "Adiós muchachos" son un magistral recuento de su período como revolucionario, donde reflexiona sobre las grandezas y las bajezas de ese trasegar.

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Sergio Ramírez, el escritor estuvo presente en la entrega del premio, pero también -no podía ser de otro modo- estuvo el Sergio Ramírez político, aquel inmerso en su realidad contemporánea.

Por eso, antes de pronunciar el discurso de aceptación del premio, dijo: "Permítanme dedicar este premio a la memoria de los nicaragüenses que en los últimos días han sido asesinados en las calles por reclamar justicia y democracia, y a los miles de jóvenes que siguen luchando, sin más armas que sus ideales, porque Nicaragua vuelva a ser República".

A continuación pueden leer el discurso completo.


"Majestades:

Vengo de un pequeño país que erige su cordillera de volcanes a mitad del ardiente paisaje centroamericano, al que Neruda llamó en una de las estancias del Canto General "la dulce cintura de América". Una cintura explosiva. Balcanes y volcanes puse por título a un ensayo de mis años juveniles donde trataba de explicar la naturaleza cultural de esa región marcada a hierro ardiente en su historia por los cataclismos, las tiranías reiteradas, las rebeliones y las pendencias; pero, en lo que hace a Nicaragua, también por la poesía. Todos somos poetas de nacimiento, salvo prueba en contrario.

"Poeta" es una manera de saludo en las calles, de acera a acera, se trate de farmacéuticos, litigantes judiciales, médicos obstetras, oficinistas o buhoneros; y si no todos mis paisanos escriben poesía, la sienten como propia, gracias, sin duda, a la formidable sombra tutelar de Rubén Darío, quien creó nuestra identidad, no sólo en sentido literario, sino como país: "Madre, que dar pudiste de tu vientre pequeño/tantas rubias bellezas y tropical tesoro/tanto lago de azures, tanta rosa de oro/tanta paloma dulce, tanto tigre zahareño…", escribe al evocar la tierra natal.

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En mi caso, me declaro voluntariamente un poeta, en el sentido que Caballero Bonald recordó desde esta misma cátedra al recibir el premio Cervantes del año 2012: "esa emoción verbal, esas palabras que van más allá de sus propios límites expresivos y abren o entornan los pasadizos que conducen a la iluminación, a esas «profundas cavernas del sentido a que se refería San Juan de la Cruz»".

La poesía es inevitable en la sustancia de la prosa. Lo sabía Rubén quien, además de la poesía, revolucionó la crónica periodística y fue un cuentista novedoso. Y es más. Creo que alguien que no se ha pasado la vida leyendo poesía, difícilmente puede encontrar las claves de la prosa, la cual necesita de ritmos, y de una música invisible: "la música callada/la soledad sonora". Es lo que Pietro Citati llama "la música de las cosas perdidas" en La muerte de la mariposa, al hablar de la prosa de Francis Scott Fitzgerald: "para la mayoría de la gente, las cosas se pierden sin remedio. Pero para él, dejaban una música. Y lo esencial en un escritor es encontrar esa música de las cosas perdidas, no las cosas en sí mismas".

No todos en Nicaragua escriben versos, pero Rubén abrió las puertas a generación tras generación de poetas siempre modernos, hasta hoy, con nombres como los de Carlos Martínez Rivas, y Ernesto Cardenal y Claribel Alegría, honrados ambos con el premio Reina Sofía de Poesía Hispanoamericana; o el de Gioconda Belli.

Curioso que una nación americana haya sido fundada por un poeta con las palabras, y no por un general a caballo con la espada al aire. La única vez que Rubén vistió uniforme militar, con casaca bordada de laureles dorados y bicornio con airón de plumas, fue al presentar credenciales en 1908 como efímero embajador de Nicaragua ante Su Majestad Alfonso XIII; un uniforme, además, que le fue prestado por su par de Colombia, pues no tenía uno propio.

Rubén trajo novedades liberadoras a la lengua que recibió en herencia de Cervantes, sacudiéndola del marasmo. "Todo lo renovó Darío: la materia, el vocabulario, la métrica, la magia peculiar de ciertas palabras, la sensibilidad del poeta y de sus lectores. Su labor no ha cesado y no cesará; quienes alguna vez lo combatimos, comprendemos hoy que lo continuamos. Lo podemos llamar el Libertador", dice de él Borges.

La lengua que era ya la de Cervantes hizo a Centroamérica el viaje de ida cuando el 19 de agosto de 1605 llegaron a Portobelo los primeros ejemplares del Quijote; y el viaje de vuelta con los primeros ejemplares de Azul: es cuando el 22 de octubre de 1888 Don Juan Valera escribe desde Madrid en una de sus Cartas americanas: "ni es usted romántico, ni naturalista, ni neurótico, ni decadente, ni simbólico, ni parnasiano. Usted lo ha revuelto todo: lo ha puesto a cocer en el alambique de su cerebro, y ha sacado de ello una rara quintaesencia".

Tres siglos después de Cervantes, él devolvió a la península una lengua que entonces resultó extraña porque venía nutrida de desafíos y atrevimientos, una lengua que era una mezcla de voces revueltas a la lumbre del Caribe, de donde yo también vengo, porque Centroamérica es el Caribe, ese espacio de milagros verbales donde los portentos pertenecen a la realidad encandilada y no a la imaginación, a la que sólo toca copiarlos: el propio Rubén, Alejo Carpentier, merecedor del premio Cervantes, Miguel Angel Asturias y Gabriel García Márquez, ganadores ambos del premio Nobel. En el Caribe toda invención es posible, desde luego la realidad es ya una invención en sí misma.

En ese sentido, me figuro a Cervantes como un autor caribeño, capaz de descoyuntar lo real y encontrar las claves de lo maravilloso, cuando nos habla en El coloquio de los perros de la Camacha de Montilla, que "congelaba las nubes cuando quería, cubriendo con ellas la faz del sol, y cuando se le antojaba, volvía sereno el más turbado cielo; traía los hombres en un instante de lejanas tierras; remediaba maravillosamente las doncellas que habían tenido algún descuido en guardar su entereza. Cubría a las viudas de modo que con honestidad fuesen deshonestas, descasaba las casadas y casaba las que ella quería…"

Rubén reconoció en sí mismo las señales de su mestizaje triple, "el signo de descender de beatos e hijos de encomenderos, de esclavos africanos, de soberbios indios…", y desde allí, de esa húmeda oscuridad donde se confunden los ruidos y los murmullos de la historia, se arma en relámpagos la lengua que el nuevo mundo devuelve a la España de Cervantes.

La virtud de Rubén está en revolverlo todo, poner sátiros y bacantes al lado de santos ultrajados y vírgenes piadosas, hallar gusto en los colores contrastados, ser dueño de un oído mágico para la música y otro no menos mágico para el ritmo, sonsacar vocablos sonoros de otros idiomas, dar al oropel la apariencia del oro y a los decorados sustancia real, conceder a los aires populares majestad musical, hallar y ofrecer deleite en el acaparamiento goloso de lo exótico: "un ansia de vida, un estremecimiento sensual, un relente pagano".

Pero esa lengua nunca dejó de ser la lengua cervantina, otra vez, como en el siglo de oro, una lengua de novedades, y es esa lengua de ida y de vuelta la que hoy se reinventa de manera constante en el siglo veintiuno mientras se multiplica y se expande. Una lengua que no conoce el sosiego. Una lengua sin quietud porque está viva y reclama cada vez más espacios y no entiende de muros ni fronteras.

Rubén cuenta en su autobiografía que en un viejo armario de la casa solariega donde pasó su infancia de huérfano en León de Nicaragua, encontró los primeros libros que habría de leer en su vida. Tenía diez años de edad. "Eran un Quijote", dice, "las obras de Moratín, Las mil y una noches, la Biblia; los Oficios, de Cicerón; la Corina, de Madame Staël; un tomo de comedias clásicas españolas, y una novela terrorífica de ya no recuerdo qué autor, la Caverna de Strozzi". Y termina comentando: "extraña y ardua mezcla de cosas para la cabeza de un niño". La edición en dos pequeños tomos en letra apretada de la Vida y hechos del Ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha, que tuvo entonces en sus manos, era del año 1841, y había salido de la Imprenta de J. Mayol y Compañía, en Barcelona.

Era aquel mismo niño a quien su tío abuelo, y padre de crianza, el coronel Félix Ramírez Madregil, igual que José Arcadio Buendía hace con su hijo Aureliano, lo llevó a conocer el hielo: "por él aprendí pocos años más tarde a andar a caballo, conocí el hielo, los cuentos pintados para niños, las manzanas de California y el champaña de Francia", recuerda en esa misma autobiografía.

Cuando ya dueño del tesoro del viejo armario escoge el Quijote, la primera de tantas lecturas que haría de él en su vida, lo que empieza es un viaje, porque toda lectura es un viaje. Pero este será un viaje en que se narra otro viaje.

Al revés de Ulises, que quiere llegar sin contratiempos a su hogar en Ítaca, don Quijote sale de su hogar en algún lugar de la Mancha en busca de contratiempos. Quiere ser interrumpido, y no se sorprende de las interrupciones; a eso ha salido, a toparse con ellas: endriagos, bribones poderosos, malvados encantadores, tentaciones de la carne que como buen caballero debe rechazar, sometido como se halla al voto de casta fidelidad a su dama.

El mundo rural que don Quijote va a recorrer tendría muy poco de atractivo para alguien que emprende un viaje con sentido común, bajo las necesidades impuestas por la vida cotidiana. Es su imaginación encandilada la que creará los obstáculos, peligros y desafíos. Claro que los obstáculos que Ulises encuentra mientras navega hacia Ítaca, también son fruto de la imaginación, la imaginación de Homero: sirenas cuyo canto causa la perdición de los navegantes, hechiceras que convierten en cerdos a los hombres, vientos encerrados en un odre que provocan naufragios al ser desatados.

Pero los gigantes, magos, damas cautivas, cuevas y castillos encantados que don Quijote va hallando en la ruta, nacen de su propia imaginación. Es un mundo creado por él mismo, como personaje, superpuesto al mundo real. Es su propio personaje, en tanto Ulises es personaje de Homero. Ulises es un mentiroso consumado, que inventa para enredar a los demás. Don Quijote inventa para sí mismo, es criatura de su propia ficción. Apenas recobra el seso, todo aquel tinglado construido en su mente se deshace, los cortinajes y decorados desaparecen, y lo que permanece a la vista es la simple realidad racional. Entonces, sólo le queda morir.

Ambos mundos, el real y el imaginado, se corresponden y se oponen en las páginas del Quijote. Los castillos de tiempos idos son las ventas del camino, y los venteros no son encantadores, sino prosaicos hospederos que si pueden esquilman a los viajeros. Pero un mundo no podría existir sin el otro, porque es su contrario y al mismo tiempo su contrapeso y complemento.

Desde aquel primer viaje Rubén ya nunca abandonaría a Cervantes, que se convierte en un modelo suyo, literario y vital, según su soneto: "Horas de pesadumbre y de tristeza/paso en mi soledad. /Pero Cervantes/es buen amigo. Endulza mis instantes/ ásperos, y reposa mi cabeza…"

"Él es la vida y la naturaleza,/ regala un yelmo de oros y diamantes/ a mis sueños errantes/. Es para mí: suspira, ríe y reza.", dice en la siguiente estrofa. La vida tal como es. El tiempo ya muerto de los caballeros andantes, que tampoco es un tiempo histórico pues se trata de personajes de ficción, entra en el tiempo real contemporáneo, y entre ambos se produce un choque que, en lugar de destruirlos, los hace vivir.

Y no se destruyen porque Cervantes narra con naturaleza esas historias asombrosas y disparatadas, lejos de afectaciones e impostaciones que generalmente esconden ignorancia. Un escritor natural es aquel que sabe de qué está hablando. Habla al oído del lector, no se desgañita. Conversa con suaves ademanes; enamora con la palabra y con los gestos: "parla como un arroyo cristalino".

Frente a la locura que pasma, Cervantes no se inquieta; se ríe de manera sosegada, sin dejarse ver por el lector, y al tomar distancia de ese mundo estrafalario con la risa, que está lejos de ser una risa malvada, o jayana, nos enseña a ser compasivos, y nos acostumbra a contemplar con naturalidad la maravilla: "es para mí: suspira, ríe y reza".

Los mundos muertos, construidos de cartón piedra, los decorados que huelen a pintura o a vejez, tarde o temprano serán comidos por la polilla, porque lo falso no sobrevive. En cambio, el mundo insuflado de naturaleza por virtud de las palabras, se parece a la vida, o es como la vida. Naturaleza y vida se vuelven así inseparables.

Y naturaleza y vida tienen que ver, sin duda, con el humor y la melancolía, que también son almas gemelas, como lo explica Ítalo Calvino en Seis propuestas para el próximo milenio: "así como la melancolía es la tristeza que se aligera, así el humor es lo cómico que ha perdido la pesadez corpórea…".

Estas dos cualidades de la literatura y de la vida se auxilian también en equilibrio porque tienen la sustancia de la ligereza. El humor en Cervantes pierde la pesadez corpórea de lo cómico. Vive de la ligereza, y en la ligereza, contraria a la pesadez que no deja circular el aire entre las líneas del texto.

 Sergio Pitol
El escritor mexicano Sergio Pitol, quien ganó el Cervantes en 2005.

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