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Con alfeñiques y coronas de flor de piedra, el pueblo mexicano se prepara para el Día de Muertos

La receta de estos cráneos comestibles incluye azúcar glas (en polvo), grenetina y limón.

Alfeñiques de azúcar pintados de colores y coronas de la llamada flor de piedra con dedicatorias a los difuntos se venden estos días en Yuriria, un Pueblo Mágico mexicano situado a 320 kilómetros de la Ciudad de México donde aún se percibe la huella de los frailes agustinos que lo impulsaron.

El exconvento de San Agustín, cuya construcción comenzó en 1550, se erige majestuoso, dominando la animada vida de este pueblo cuyos habitantes se dedican principalmente al comercio, la agricultura y la pesca.

El aire frío de la mañana marca el comienzo de la actividad de los puestos que venden figuras de alfeñique, uno de los elementos tradicionales de los altares que se erigen con motivo del Día de Muertos, el 2 de noviembre aunque se comienza a celebrarse los días previos.

Gabina Ortega Medina, originaria de Salamanca, otra población de Guanajuato, dedica medio año de trabajo para fabricar las figuritas que buscan sus clientes.

«Esta tradición viene desde mis bisabuelos, mi abuelita y mi mamá, mis hermanas y yo hacemos el alfeñique», explica.

La receta de estos cráneos comestibles incluye azúcar glas (en polvo), grenetina y limón.

«Se bate como harina y se empiezan a formar, hay unas que las elaboramos manual y otras con molde», aclara esta mujer que elabora unas 300 calaveritas para la temporada.

Este año los altares de Yuriria, cuyo nombre original era Yuririapundaro o lugar del lago de sangre en lengua indígena purepepecha, tienen como protagonista al cantante y compositor Juan Gabriel, fallecido el año pasado.

También hay algunos dedicados a Pedro Infante y el famoso Chavo del Ocho, iconos de la cultura mexicana.

Cuenta Gabina que ella no tiene tiempo de poner el altar ya que trabaja sin descanso.

«Otros familiares hacen el altar» y se lo dedican cada año a su «madrecita» y su hermano, dice.

Los elementos que no pueden faltar son «florecita de cempasúchil y lo que les gustaba a ellos, sus tamalitos, su panecito porque mi mamá era muy panera, y a mi hermano su tequilita», explica.

Griselda Ramírez Ortega, hija de Gabina, es la encargada de pintar las calaveritas.

«En los Chavos (del Ocho)» Griselda busca «dar una idea de cómo era, para que queden bonitos».

También hay caballitos que llevan «su ofrendita para el Día de Muertos, para los altares», describe.

A pocos metros están los fabricantes de coronas, elementos que inundan los panteones para rendir tributo a los fallecidos.

Jesús Guadalupe Ortega Sánchez se define como «coronero de profesión».

«Hago coronas para el Día de Muertos, tradicional cada año, el 31 (de octubre), 1 de noviembre y día 2. Llevo hechas unas 450 ya trabajadas», dice este hombre al que sus amigos llaman «Chuy» y que empieza a elaborar las coronas el 10 de mayo, día que en México festeja a la madre.

Las más auténticas son las elaboradas con chimal o cucharilla, y la llamada flor de piedra, una especie de musgo que recuerda la cercanía de la Laguna de Yuriria, considerada la primera obra hidráulica de la época colonial en América Latina.

«La gente prefiere la corona de moño y la natural es la que se llevan más», afirma Ortega Sánchez.

Al llegar a Yuriria, que hoy cuenta con más de 70.000 habitantes, campos de sorgo y maíz reciben al visitante.

La cercanía con Celaya, tierra de la cajeta, endulza el camino a Yuriria, inundándolo de puestos de venta junto a la carretera de este dulce de leche de cabra que se elabora con agave, maguey u otros perfumes.

En esta época, donde los colores del otoño se apoderan del paisaje, existen también varios puestos de camote, calabaza de Castilla o flor de cempasúchil, amarilla o naranja, que recuerdan a la gente que la tradición llama y que están presentes en los altares.

Lourdes Gaitán, vendedora de elotes y esquites, de maíz amarillo o blanco, recuerda a su hermano, al que le preparará el altar en estos días donde la oferta de manjares seducen a vivos y a muertos.

«A mi hermano, cuando venía para acá, le gustaban las carnitas; le pongo un taco de carnitas, se le pone buñuelo, un tamalito», todo ello aderezado con mucha nostalgia y cariño, relata.

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