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“Downton Abbey” se despide de sus fieles seguidores

A lo largo de seis temporadas, «Downton Abbey» ha servido como un regreso en el tiempo a la Gran Bretaña de principios de los 1900.

A nivel local, por supuesto, fue la gran hacienda que le dio su nombre a la serie. Ahí, la aristocrática familia Crawley y sus sirvientes sintieron el mundo cambiar bajo sus pies.

Con una trama que abarcó desde 1912 hasta principios de 1926, «Downton Abbey» siempre se trató de cambio. De lo viejo versus lo nuevo. De los valores de larga tradición abordados por la modernidad. De las gracias sociales bajo fuego.

Qué hacer de la intrusión de un teléfono, o de la idea de una dama dedicada a una profesión. Los cambios que navegaron por los habitantes de «Downton» nos proporcionaron a nosotros, los espectadores a un siglo de distancia, la oportunidad de compararnos con ellos mientras nosotros, también, lidiamos con cambios que alternadamente nos regocijan y confunden. Y nosotros, también, cortamos lazos con el pasado.

No le quita ningún mérito a esta serie reconocer que ese cambio, y la resistencia al cambio, han allanado el camino para su inminente final.

«El mundo es un lugar distinto a lo que fue, milord», le dice el mayordomo Carson (Jim Carter) a su jefe, Robert Crawley, el conde de Grantham (Hugh Bonneville). Y, agrega con entereza, «Downton Abbey debe cambiar con él».

No es así para «Downton Abbey» la serie de TV, que mantuvo su nivel glorioso por años.

Este domingo a las 9 p.m. hora del este PBS transmite en el programa «Masterpiece» un final tierno, alentador y mayormente grato que no dejará cabos sueltos, dudas ni nada para debatir el lunes. No será un final que deje al público perplejo como los de «Lost» o «Los Soprano».

Claro que no. A lo largo de su trayectoria, «Downton» siempre supo lo que era, al igual que su audiencia, que la adoró por su claridad inalterable y sentido de propósito.

Tuvo el sabor de su creador Julian Fellowes, quien escribió cada guion, y de su espléndido elenco y exuberante producción.

También se mantuvo acérrima en su lujoso confinamiento en Downton Abbey, donde, aun cuando los cambios se fueron imponiendo, la narrativa se negó a cambiar y, reconozcámoslo, con el tiempo comenzó a parecer repetitiva. Incluso en esa desgarbada casa de campo (con paseos ocasionales a Londres) había material fresco limitado que contar.

Al preguntársele hace un par de años cuánto duraría la serie, el productor ejecutivo Gareth Neame citó un conocido principio del teatro al responder, «Solo hay siete historias, y creo que el reto con un programa televisivo de larga duración es volver a contar esas siete historias sin que nadie se dé cuenta. Pero podría llegar el momento en el que digamos, ‘¿Y ahora qué hacemos?»’.

«Downton Abbey» pudo haber alcanzado el punto de qué hacemos en su ciclo de enfermedades, tristezas, duplicidad y cortesía, más el avasallante comentario de la condesa viuda, interpretada por Maggie Smith (quien en el final sopesa sobre qué hace a los ingleses lo que son al observar ásperamente, «Algunos dicen que nuestra historia, pero yo le echo la culpa al clima»).

El programa, en resumen, fue orgullosamente inclinado a la tradición, y prevaleció hasta el final como una tradición televisiva para los fieles seguidores que lo vieron semana a semana, durante cada temporada, esperando con ansias su regreso.

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