Estilo de vida

Sazón de barrio: Doña Lina y sus buñuelos de nopal, mole y pulque

Lo más probable es que aquella abuelita nunca hubiera comido los buñuelos de nopal, y en medio de su paseo por el centro de San Pedro Atocpan, en el sur de la Ciudad de México, la curiosidad la condujo al puesto de doña Lina, en la esquina que hacen Tláloc y Miguel Hidalgo, en el estacionamiento de un restaurante de mole.

Doña Lina nunca había visto a la anciana, no sabía si era del pueblo o de alguna comunidad cercana. Cuando la mujer estuvo frente a su negocio ambulante miró los discos crujientes color verde y respiro el aroma dulzón de la miel de piloncillo. Entonces se sentó a un lado de la vendedora.

“Dame un buñuelito, hija”.

Doña Lina obedeció. La abuelita sostuvo el buñuelo, lo bañó con un poco de miel, cortó un trozo y lo llevó a su boca. Más que saborearlo lo estaba degustando. Tal vez quería saber si eran tan buenos como los que ella preparaba.

“Qué ricos están tus buñuelos, la verdad”, Lina esbozó una sonrisa. “Pero te falta un toque. Ese toquecito te lo voy a dar”.

La abuelita se acercó a la vendedora y le dijo lo que tenía que hacer para que sus buñuelos quedaran perfectos. Lina y sus hijos guardan celosos desde hace 15 años ese secreto, el toquecito que hace que sus exóticos buñuelos de nopal permanezcan frescos y crujientes por casi un mes.

La receta de los buñuelos la trajeron los españoles a América y se fue adecuando a los ingredientes de cada región. Por lo general en México se consumen dulces, aunque en Veracruz se rellenan con jaiba. Se hacen con harina de trigo, huevo, manteca de cerdo, agua de cáscara de tomate o con tequesquite —la sal mineral consumida en México desde la época prehispánica— para que fermente la masa que luego de reposar por un tiempo queda un tanto chiclosa. Después se hacen pequeñas bolas y éstas se estiran hasta formar una rueda. De ahí pasan a la sartén con aceite hirviendo para que se frían. Al final se les puede espolvorear azúcar, pero lo mejor es ponerles el típico jarabe hecho de piloncillo o de almíbar de alguna fruta, como la guayaba o el tejocote.

Nada más que Lina fue un poco más allá. Milpa Alta, la delegación donde vive, es la gran productora de nopal en el Distrito Federal pues entrega al año 400 mil toneladas. O sea “hay para aventar pa´rriba” como dice la frase.

Hace unos 30 años, durante la segunda feria del nopal en Milpa Alta, Lina hizo por primera vez los buñuelos con esta cactácea que alguna vez fue llamada el “oro verde” de la ciudad. Decidió intentarlo. Si era una feria del nopal, los buñuelos tenían que llevar ese ingrediente, qué tan difícil podría ser. Así que molió el nopal crudo; salió un líquido baboso, espeso y lo agregó a la masa para los buñuelos. La mezcla se hizo pesada, le costaba trabajo estirarla para darle forma a los discos. Luego de sumergirlos en el aceite, los buñuelos se encogieron y quedaron muy gruesos. Otros incluso se rompieron cuando sus hijos le ayudaban a trasladarlos. Ella ya había invertido, no podía dejarlos perder. Se instaló a un lado del mercado, donde estaba la feria, y destapó su tina. Se sentía triste estaba segura que no iba a vender nada.  

“¿Qué son?”, se acercó una señora.

“Son buñuelos de nopal. Pero pruébelos”, animó Lina a su primera clienta y vio expectante el rostro de la mujer mientras masticaba.

“Oiga, qué rico está esto. ¡Oigan!”, gritó la mujer mientras levantaba la manos para llamar la atención de sus acompañantes. “Vengan a probar los buñuelos de nopal”.

En un par de horas Lina terminó la producción de ese día. Pero tenía que sacarse la espina. Debía corregir la receta, hacerlos mejor. Al siguiente fin de semana salió a vender una versión superior de sus buñuelos. Se dio cuenta de que si podía dominar al nopal también era posible hacer lo mismo con otros ingredientes. Así que comenzó a experimentar.

“Desde esa vez empecé. Después seguí con el de amaranto, luego el de guayaba, el de elote, el de fresa. Así fui metiendo y quitando varios sabores. Y cuando venía la feria del mole metía yo buñuelos de mole verde, mole rojo, de adobo y de pipián. Y quedaban ricos. De pulque, también”.

Y pensar que a doña Lina hasta el agua tibia se le quemaba. Durante su infancia y adolescencia no hizo otra cosa que estudiar y estar en su casa. Nada más. Apolonia, su mamá, siempre fue comerciante. Vendía pollo. Era una señora muy trabajadora, “luchona”, como les dicen a la mujeres tenaces. No tenía tiempo de jalarla a la cocina y enseñarle a preparar algún platillo. A cambio le daba a sus hijos todo lo que necesitaban y contrató a una señora para que lavara e hiciera todas las tareas del hogar.

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