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La columna de David Olivo: Lo que se lleva el Papa…

Finalmente, José Mario Bergoglio (el Papa) vino a México. En una visita histórica, cargada de protocolos oficiales, pero enmarcada por el cariño de la gente, de millones de mexicanos que llenaron plazas, auditorios, hospitales y recorridos para ver tan sólo al papa Francisco de lejos.

Por un lado, los mexicanos nos quedamos con eso, con la calidez y sencillez de un Sumo Pontífice progresista: amistoso y cercano con las causas nobles y los más necesitados, pero inconforme y molesto con las injusticias, con la mala clase política, con los malos gobernantes, cuya única misión en la vida es enriquecerse a costa de lo que sea, de sus partidos, de los legisladores, del pueblo.

Por otro lado, el papa Francisco se queda con una visión de contrastes, con una visión de dos Méxicos, uno de ellos el de los privilegiados, el otro de los marginados, de los oprimidos, de los pobres, de los que tuvieron que conformarse con escuchar misa a cientos de metros de donde ofició, ya sea en el Zócalo capitalino, en Ecatepec, en Tuxtla Gutiérrez, San Cristóbal de las Casas, Morelia o Ciudad Juárez.

Pero vamos por partes. El Papa llegó el jueves al segundo país con mayor población de católicos en América Latina. Según un estudio de Pew Research Center, 81% de la población adulta en el país se considera católica. Sin embargo, una de sus paradas fue Chiapas, el estado indígena menos católico y el más pobre de México.

Más allá de cualquier lectura sobre enaltecer el legado del Tatic Samuel Ruiz, obispo de Chiapas, Bergoglio acudió a este rincón del país para impulsar la presencia de su Iglesia entre numerosas y empobrecidas comunidades indígenas, así como acercarse a los migrantes que llegan desde Centroamérica en busca del sueño americano.

Y a pesar de la pobreza que viste el paisaje chiapaneco, fue en Morelia donde un joven, de nombre Alberto, le confesó sentir dolor porque en diferentes puntos del país faltan oportunidades de trabajo y de estudio, lo que los coloca en situación de riesgo ante la violencia.

“Algunos jóvenes somos atrapados por la desesperación y nos dejamos llevar por la avaricia, la corrupción y la promesa de una vida intensa y fácil, pero al margen de la legalidad aumentan entre nosotros las víctimas del narcotráfico, la violencia, las seducciones y la explotación de personas; muchas familias sólo han podido llorar la pérdida de sus hijos porque la impunidad ha dado alas a quienes estafan, secuestran y matan, y en medio de todo esto, la paz es un don que seguimos anhelando”.

Éste fue uno de los mensajes más desgarradores y reales que se lleva el Papa a su casa en el Vaticano, en Roma, lo cual quedó evidenciado en el informe publicado en mayo pasado, en Ginebra, por el Centro de Vigilancia de Desplazados Internos (IDMC, por sus siglas en inglés): en México existen alrededor de 281 mil 400 desplazados internos por una violencia ligada al tráfico de drogas.

“La principal causa del desplazamiento en México y el Triángulo del Norte es la violencia criminal en su mayoría relacionada con el tráfico de drogas y la actividad de pandillas… los traficantes de drogas y otros grupos criminales en México son responsables de miles de muertes de civiles y secuestros, de aterrorizar a las poblaciones locales, de extorsiones, amenazas y de la corrupción e intimidación de funcionarios del gobierno, los cuales condujeron al desplazamiento”, menciona el informe.

Otro dato alarmante que al Papa preocupa, pero que no fue abordado públicamente, es el de los religiosos asesinados en el país. Según datos oficiales, desde el homicidio del cardenal Posadas Ocampo, ocurrido el 24 de mayo de 1993, han sido asesinados una veintena de sacerdotes católicos, muchos de ellos por miembros del narcotráfico. Y tan sólo de 2013 a 2015 murieron al menos 11 sacerdotes a manos del crimen organizado.

Todo este coctel de violencia e impunidad se lleva el Papa a Roma, información sensible que choca con la pose de la clase política nacional, aquella cuya prioridad no es resolver los delitos ni las injusticias, sino, simplemente, sacarse la foto del recuerdo con José Mario Bergoglio, como si de eso dependiera su exoneración o la indulgencia de la Iglesia católica.

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