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Trump vs. Clinton: la moda política a través de su antagonismo

Hillary Clinton y Donald Trump, con su ropa, representan dos formas de ver –y gobernar– a Estados Unidos que han chocado por mucho tiempo.

El primer presidente en la historia que asoció la imagen a la política fue John F. Kennedy. En su debate de 1960 —el primero televisado en Estados Unidos— contra un sudoroso Richard Nixon, dejó claro que con su imagen impoluta de galán, un traje a la medida y una sonrisa tan encantadora como su idílica familia, podía ganarse a la población.

Las mujeres querían tener a un hombre como él y vestir los modelos de su esposa, Jacqueline Kennedy, quien con sus trajes sobrios y pasteles se convirtió en ícono de la moda.  A través de todo eso creó una leyenda edulcorada, Camelot, llena de estrellas de cine, escándalos y sobre todo, glamour.

Cosa similar hizo Ronald Reagan –otrora actor de Hollywood– al lado de su esposa Nancy, quien con su imagen, fue parte activa de muchas campañas. Tan solo los Obama, a través de sus apariciones en los medios, redes sociales, asociación con estrellas de cine, diseñadores de moda y prendas accesibles, han emulado la asociación de política, moda y glamour como manera de acercarse a los votantes, independientemente de sus asociaciones ideológicas.

Actualmente, Donald Trump, a través del capital que por tanto tiempo construyó mediáticamente, ha querido conseguir el voto de una parte de la población . En contraste, a su despliegue de celebridad, locura tuitera, bronceados y esposas calcadas la una a la otra, se erige la austeridad tradicional como forma de credibilidad. Hillary Clinton, como Eleanor Roosevelt o una Janet Reno, ha encarnado el papel de la mujer poderosa en la política estadounidense en su acepción más tradicional. Su estilo es sobrio e imponente, más cercano al círculo del poder washingtoniano. 

La candidata demócrata alguna vez logró conciliar los dos mundos, pero su distintivo traje azul marino o su amor por la moda jamás opacaron sus logros, ni la gestión de Bill Clinton. Y al seguir ella misma su carrera política, se equipara a otras mujeres poderosas que han tenido que mostrar, a través de su imagen inalterada, cómo podía asociar su imagen con su fuerza y trayectoria. Los trajes sastres que usa no son distintos a los de una Angela Merkel o los de una Margaret Thatcher en sus tiempos de Primera Ministra.

Limpios en sus siluetas, casi masculinos e invariables en sus modelos. De hecho, la candidata del Partido Demócrata se ofendió cuando le preguntaron si tenía un diseñador favorito. Respondió tajantemente: “¿Por qué no le pregunta esto también a un hombre?”.

Quizás si a Trump le preguntaran esto, seguramente respondería que su propia marca, la que vende en tiendas como Saks, o cualquier otro diseñador que se asocie a sus intereses o al lujo y glamour que siempre ha ostentado como manera de poder. 

La moda asociada a la política se sigue viendo en su vertiente más ornamental, deslindada de la seriedad que se requiere para ser líder de un pueblo. María Antonieta, llamada “Madame Déficit”, fue odiada por su despilfarro y amor ante la moda.

Y todas las que han seguido su ejemplo han sido vilipendiadas: desde Imelda Marcos y sus miles de pares de zapatos, pasando por Diana de Gales, Asma Al Assad y Rania de Jordania, hasta Angélica Rivera y sus modelos de miles de dólares en un país lleno de problemas. Las más astutas han sabido conciliar las dos cosas, pero en papeles secundarios, como Michelle Obama, Letizia Ortíz o Kate Middleton, que solo causan revuelo cuando repiten modelos o los compran baratos.

Ninguna de ellas podría vestirse así en caso de gobernar de facto.

Por eso la imagen de Hillary apenas ha tenido ligeros cambios. Y por eso la de Donald Trump, a pesar de las burlas, tampoco cambia, pues puede ostentar por procuración, como corresponde a alguien de su contexto. Si a nadie le gusta su imagen bien pueden decantarse por la imagen de sus hijas o esposa. En noviembre se verá cuánto peso tiene la imagen en esta carrera a la Casa Blanca.

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