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Cómo es ser invidente en México

VICE reunió una serie de testimonios que definen que “Los ciegos la tenemos complicada”

No existe un dato reciente y exacto de cuántas personas ciegas existen en México. El último número, de 2010, informa que no rebasan el millón y medio y que es una de las poblaciones que menor atención gubernamental recibe.

Las historias de Luis Roberto, Dulce y sus compañeros otorgan un rostro a los números y demuestran que los invidentes desarrollan sus vidas, pese a los obstáculos, como las personas convencionales: se enamoran, bailan, se embriagan, lidian con encontrar un empleo y buena parte de su tiempo la invierten en las redes sociales.

Ocho de la noche en la Ciudad de México. Los usuarios del metro circulan por los pasajes de la estación Balderas y corren a abordar los vagones que se dirigen a los cuatro puntos cardinales de esta capital. En uno de los pasillos, el que conecta a las líneas rosa y verde, sentada ante una tarima que carga botellas de agua y alegrías, Dulce palpa con la mano izquierda su mochila, encuentra el cierre, lo desliza y extrae una laptop pequeña.

Coloca el dispositivo sobre la tarima, presiona el botón de encendido y permanece alerta: tienta la mercancía, se cerciora de que siga aquí, pues nunca falta el o la gandaya que, al percatarse de que es ciega, robe alguno de los productos.

«Más vale ser desconfiada», dice. «¡A cinco pesos la alegría!… Es un paréntesis, eh. ¡A 10 pesos el agua!»

Conecta los audífonos a la laptop para escuchar el sistema parlante, encargado de informar qué teclas o íconos toca el cursor cuando un ciego emplea un dispositivo. Dulce abre Word y teclea: «Hola. Ésta es una prueba para que veas que no te engaño. Sé usar la computadora. Me llamo Dulce Esmeralda Jiménez Flores. Tengo 26 años y me veo mucho más joven, ja ja ja. Eso es todo. Échale un ojo a las alegrías». Pulsa la tecla F12 y guarda el documento. «Si quiero corregir algo, el parlante lee lo escrito», explica.

Dulce formatea computadoras, instala programas y repara software dañados: «Como me interesa mucho esto, aprendí. Me gustaría trabajar en otro lugar, pero las empresas no me contratan». El «aprendí», adelante, implica años de estudios autodidactos, esfuerzo y paciencia. Sobre todo paciencia: «Los ciegos la tenemos complicada. Nuestras vidas no son tan fáciles como escribir textos en Word y guardarlos. No, para nada».

«Ya no va a recuperar la vista», dijo con voz potente el médico.

Sentado al lado de su mamá, al borde del llanto, Luis Roberto escuchó la sentencia médica. La visión de sus ojos permanecería oscura y, para un niño de ocho años, eso significó el fin. Deprimido, se instaló en su habitación y ahí permaneció días completos, durmiendo, intentando olvidar que fue en una alberca del IMSS en Toluca donde pescó la infección en las vías respiratorias que derivó en diversos problemas de salud.

La infección trajo consigo constantes visitas a los hospitales, las cuales lo aislaron de la escuela y no funcionaron. Al contrario: vivía en la confusión, obligado a tomar decenas de medicamentos, entre los cuales estaban unas gotas que, como efecto secundario, quemaron su nervio óptico. Luis, quien todos los días preguntaba cuándo iba a regresar su vista, contrajo glaucoma y perdió la visión de manera gradual, lo que fulminó al niño inquieto que alguna vez fue. Ya no podía salir de su casa en Metepec: se tropezaba, no veía venir a los carros. En la escuela, sus compañeros escondían su lapicera y la maestra se rehusaba a calificar sus trabajos porque no cumplían con los estándares.

Durante un largo periodo se excluyó y lo excluyeron.

En ese tiempo aprendió a desplazarse en su entorno. Como estaba solo en casa, iba a la cocina por agua y tomaba algún alimento del refrigerador. Usaba los otros sentidos: tacto, olfato, oído. Las paredes eran sus aliadas. Con cierta dificultad tomaba un baño, ordenaba su habitación y formó un mapa mental de las cosas.

Años después, cuando tenía 16, una situación familiar cotidiana rompió con el encierro. Sus papás trabajaban y no había quien acompañara a la escuela a sus hermanas, Dafne y Jessica, nacidas años después de que perdiera la vista. Un día anunció que él se haría cargo. Su principal motor, cuenta hoy, fueron ellas. Quería ser su apoyo y no una carga. Lo perdido, perdido estaba, pensó Luis, hartó de su situación inerte. «No volveré a llorar por no ver, se acabó», se dijo a sí mismo y cortó de tajo.

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