Son las cuatro y media de la mañana cuando Gustavo Reyes se despierta. Pasará las próximas 15 horas trabajando, sin la seguridad o garantía que le proporcionaría un empleo con un sueldo fijo, y no sabe si regresará a casa con el dinero suficiente para alimentar a sus tres hijos y a su esposa.
Después de una rutina breve que los años de experiencia le han permitido amaestrar, sale a una esquina remota del barrio San Bartolo, situado en el Poniente de la Ciudad de México. Está listo para comenzar su primer trabajo del día como ‘checador’: se dedica a observar la calle, esperando que algún conductor de microbús se detenga a su lado. Cuando esto ocurre, marca la hora exacta y el número de unidad del pesero en una libretita que utiliza todos los días. El sol aún no ha salido y en la calle sólo se pueden escuchar un par de ladridos a la distancia. Su reloj marca las seis de la mañana.
Permanece inmóvil en esa esquina durante cuatro horas, anotando el tiempo que pasa entre cada camión que se detiene a su lado y mencionándole a los choferes cuánta distancia le saca el compañero más cercano. Confía plenamente en el cronómetro que ha utilizado desde que empezó a trabajar como ‘checador’.
Gracias a las mediciones de Gustavo, los conductores podrán administrar su velocidad y permitir que ‘el pasaje’ se reparta entre todos los trabajadores de la ruta. Lleva 20 años anotando minuciosamente la diferencia entre cada autobús e intercambiando aquella información por una pequeña propina —de unos cinco o diez pesos— que los choferes se sienten obligados a darle. Una vez cumplidas las nueve de la mañana, toma un taxi hacia la esquina de Altavista y Avenida Revolución, donde relevará al conductor nocturno de la ruta que opera.
Después de una hora de espera en que Gustavo Reyes se dedica a trapear y barrer su automóvil, la ruta 43 comienza un ascenso que terminará en Lomas de La Era, un barrio de calles estrechas y casas pequeñas localizado en el poniente de la ciudad. Salió el sol y el calor penetra el parabrisas del camión. «Estos días son de vacaciones, los días pesados son cuando hay clases», dice Gustavo, que con una mano detiene el volante y con la otra recibe el pasaje de los clientes que acaban de subir. Tiene la vista repartida entre su espejo lateral, la alcancía llena de cambio que tiene a su derecha y la calle angosta y brusca por la que acelera hasta que la aguja del velocímetro le marca 70.
Conoce perfectamente la ruta que está recorriendo gracias a sus 20 años de experiencia, y poco recuerda del joven que empezó a trabajar ese mismo camino cuando apenas aprendía a conducir. A pesar de que forma parte de la ‘guerra del centavo’, en la que los camioneros aceleran a velocidades que duplican lo permitido por el gobierno capitalino —40 o 50 kilómetros por hora— e invaden los carriles laterales sin mucha precaución con tal de asegurar un cliente, Gustavo Adrián Reyes no pasa un sólo segundo sin sonreír.
«Aquí, si no generas, no ganas. Hay que tener hambre». Saluda con amabilidad a los choferes que pasan en sentido contrario, hombres de los que conoce exclusivamente los hombros y la cabeza y con los que nunca ha entablado una conversación. Sin embargo, su amistad está inmortalizada por el compañerismo formado por años de recorridos diarios por las mismas calles a horas rutinarias, y sabe que su contraparte vive exactamente la misma situación que él.
Hay tres zapatitos infantiles colgados de la pantalla de vidrio que está a sus espaldas y que lo separa de los pasajeros. No sabe de quién son o por qué están ahí, pero Gustavo asegura que ese ha sido su hogar por más de cinco años. En su tablero, debajo del Cristo y junto a la estatuilla de la Virgen de Guadalupe, tiene una representación a escala de la iglesia de Juquila, un santuario Guadalupano situado en Oaxaca. «Son creencias y religiones, básicamente. Traemos Virgenes, Cristos, y la iglesita ahí enfrente. Algunos compañeros incluso traen la imagen de la Santa Muerte». Gustavo pasa la mayor parte del día en el camión —más de 13 horas en promedio—, por lo que lo ha adaptado para sentirse más en casa. Se toma su rutina a la ligera, pero sabe muy bien que su familia depende de él. «Tienes que salir adelante por tu familia», dice el conductor mientras saluda a dos jóvenes que se suben. Son clientes regulares y se niega a cobrarles.
El chofer de la ruta 43 sabe que es indispensable que trabaje más de 12 horas sin parar, y asegura que no tiene tiempo alguno de descanso o relajación. «Estás cansado cuando llegas a tu casa a dormir, pero sabes que el siguiente día tienes que estar al pie del cañón. A mi alarma siempre le gano. Es un reloj biológico que ya traigo integrado», cuenta. Tiene que estar pendiente y al servicio de su patrón todo el día y todo el año, dispuesto a trabajar a cualquier hora y bajo cualquier situación. Los hombres que tienen mucho que pagar y poco de comer no se pueden dar un día libre. «Los choferes tenemos prohibido enfermarnos, si no, no come tu familia».
Es una realidad que Gustavo conoce perfectamente bien, pero los arduos años de trabajo lo han hecho insensible a cualquier preocupación o molestia que crean las infinitas posibilidades que resultarían en el desempleo. Se olvida de la irritación que le causa la mala planeación del sistema de transporte y el poco apoyo gubernamental que recibe, y decide mejor pensar en aquello que le da propósito a su trabajo: su familia. Pero olvidar los obstáculos de los que sufre cualquier conductor de transporte público no los hace desaparecer. La falta de apoyo y de seguridad es evidente. «Yo le dije a mi patrón muchas veces de un seguro, del seguro social, que sale en 800 pesos. Si pagamos mitad y mitad, todos estamos contentos, pero el patrón me dijo que no”.
Es víctima de una profesión que prácticamente define el término de economía informal. «Diario tienes que entregar tu cuenta», asegura Gustavo Reyes, quién se refiere a la cantidad fija que le tiene que entregar al dueño de la unidad al final de cada día de trabajo. Aunque gana lo suficiente para alimentar a su familia y poder pagar los servicios de su casa, la falta de apoyo es una de sus mayores preocupaciones: «Si el salario mínimo son 80 pesos, te llevas alrededor de tres o cuatro salarios mínimos, pero la diferencia es que no tienes ningún tipo de prestación. Si yo me muero, ¿que le dice el patrón a mi familia?»
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