México ha jugado un papel de suma importancia en la historia del mundo, como centro de comercio e intercambio en la conquista, defensor de la independencia e identidad latinoamericana en el siglo XIX, y como incansable impulsor de los objetivos más loables de la humanidad en el siglo XX. Sin embargo, en años recientes, su actuar en el exterior ha sido reactivo y poco coordinado, particularmente cuando se compara con su política interior.
La eterna encrucijada del país – físicamente entre el norte y el sur e ideológicamente cambiante – ha permitido que se simplifique la política exterior como la gestión de dos fronteras. Así también, persiste la desatinada pregunta sobre si México pertenece a una región más que a la otra. La realidad es que México pertenece al mundo y no debemos limitarnos ni reducirnos cuando se trata de gestionar relaciones estratégicas.
Nuestro país es mucho más que dos fronteras. Entre éstas se halla una riquísima diversidad cultural y natural, la cual ha sido reiteradamente reconocida por la UNESCO; la 15º economía más grande del mundo según el Banco Mundial; una vibrante sociedad multiétnica que comprende a más de 60 grupos indígenas además de nacionales de toda la orbe.
El mundo se está reacomodando, las alianzas están cambiando y así también los objetivos de líderes globales y regionales. Por eso, debe darse por terminada la doble moral de ser farol en la calle y candil en la casa; la creación de un nuevo orden mundial nos exige mayor claridad en nuestros objetivos, así como consistencia en nuestro actuar.
No podemos asumir intereses de terceros como si fuesen propios y tampoco podemos improvisar nuestras respuestas a los retos conocidos y a aquellos por venir. Si nos mantenemos fieles a nuestros principios de política exterior y a nuestro proyecto de nación, podremos enaltecer el nombre de México con acciones concretas en vez de desgastarlo con palabras vacías.