Para ser leído con: «I am The Walrus», de The Beatles
Siempre quise ser mago. No sólo de chico, sino también de adulto, porque de niño uno cree hasta lo que le aseguran sus padres.
El acto de magia no es el tema a discutir, sino la necesidad de creer en algo.
Tan repetitivos y cíclicos somos, que para este momento de la vida, aquello que anhelaste durante años, por lo que sudaste y padeciste probablemente ahora te genere la mejor flojera ostentada.
Por eso la magia es relevante. Por insensata y atrevida. Por fuera de lugar, por tener la capacidad de patear tu propio trasero y poner en su lugar (por arte de magia) las prioridades en su espacio.
Sabrá Dios -otro mago- el límite que hay entre incredulidad e ir por la vida viviéndola pensando que existe tal cual es percibida.
Aprender a ver la realidad de otro modo, perder la confianza en las redes sociales, sentir cómo cae la quijada, tatuarse por primera vez, planificar una mudanza (de costumbres), vestirse del color que quieres (con propósito y a propósito), notar cómo se enchina la piel al escuchar a los Beatles, notar de principio a fin una bocanada de aire, bailar mal una cumbia pero disfrutarla hasta los huesos, darle un beso a tu novia: nunca mandárselo (ni a lo lejos, ni por Uber), caminar y saber que lo estás haciendo, tener idea de tu propósito (ahorita y al rato), leer un poema de Villaurrutia y descifrarlo durante la semana, intentar leer lo que dicen las estrellas, tomar el día como excusa para decir lo que quieres y no lo que debes: todo esto es magia, pero cada día que pasa sin que repares que se trata de un acto mágico, lo sepulta en algo digno de archivar y ser transitado porque así dicta la costumbre.
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Un mago se caracteriza por su elegancia. Nadie va a creer que desapareces tigres o autos portando pants y camiseta. No porque disminuya tu magia, sino porque el hechizo es algo que inicia y termina con los ojos. Ahí están Neil Patrick Harris, Lance Burton o Krotani, como ejemplo (incluyendo a Criss Angel con una elegancia a modo).
Y es que viéndolo fríamente, un mago se gana la vida como nadie. Pretender ir contra el sentido común ya no es digno de un espectáculo, pero desafiar las leyes naturales puede valer el boleto. Un mago es un kamikaze que reta al público a creer en lo inverosímil sin tener que ir a la iglesia ni al senado.
Siempre habrá el inadaptado que cuestione al mago, así se trate del payaso. Desde el momento en que es otro quien sube al escenario, la combinación de inseguridad con envidia y todos esos sentimientos tan bien guardados desde la niñez, darán pie al acto de mostrar cómo soy mejor que él y que cualquiera. La magia aquí es que a pesar de todo, quien está al frente lo soporte hasta el acto final.
La magia es incomprendida y a veces dan ganas de abrazarla. A menudo la confunden con ilusionismo, cuando en realidad el mérito de quien se para al frente de un público escrutador y tiene la capacidad de percibir todo lo que le rodea, como objetos designados, libres de identidad. Ahí está el truco (para quien preguntaba). Esa es la magia.
(Cuando desaparezcas tú y te percates del truco, muy probablemente sabrás que no pudo haber sido otra cosa, sino magia)