Recientemente, hemos leído y visto con horror, el incremento en crímenes de odio tanto en Estados Unidos como en Europa y en otras partes del mundo anglosajón. Los ataques coinciden en un mensaje central que es consagrar la supremacía de una sociedad, o cultura, o religión sobre el resto. Muchos, enmarcan dicha ideología dentro de una añoranza por épocas pasadas: cuando no existía la migración como hoy la conocemos; cuando los grupos minoritarios o marginados no gozaban de los mismos derechos ni se hacían valer sus libertades.
Debemos recordar que este tipo de ideología, además de ser altamente tóxica, es producto de una serie de falacias históricas que buscan pintar imágenes idílicas de un pasado que nunca fue. Es cierto, por ejemplo, que existía una mucho menor población musulmana en Europa hace 100 años, pero también es cierto, que los Estados-nación que desde 1600 burbujeaban en la compleja geografía europea, no eran estados homogéneos ni de religión, ni de raza, ni de etnia. No lo eran entonces y no lo son hoy.
En efecto, es irrisorio pensar que quienes hoy abogan por la creación y consolidación de naciones completamente homogéneas, niegan que el nacionalismo mismo fue producto de una visión que buscaba unir a los pueblos mediante algo más allá de sus apegos tradicionales.
Es decir, que el nacionalismo europeo que tanto se ha buscado revivir, no partió de un deseo de establecer naciones blancas y cristianas, pero en vez, buscó generar una alianza entre las personas que retara diferencias y construyera consensos. Eric Hobsbawm, el reconocido historiador inglés, escribió que “la nación étnicamente homogénea es una invención muy tardía”, refiriéndose a las terriblemente denominadas “limpiezas” étnicas de finales del Siglo XX.
La nación debe representar justicia, libertad e igualdad. Y el único patriotismo, la devoción a éstos.