Con cierta razón, que no justifica celebrar en mi opinión, muchas y muchos ciudadanos han validado la reacción de usuarios en el transporte público y concesionado que propinan tremendas golpizas a los asaltantes que se han vuelto tan comunes en las principales rutas, sobre todo en las que operan entre el Estado de México y la Ciudad de México.
Los videos son contundentes y reflejan el hartazgo de una población que, en medio de la crisis sanitaria y la crisis económica, todavía debe soportar el robo con violencia dentro de un espacio necesario para llegar a su empleo, formal o informal, o para regresar a su hogar.
Alarma, no obstante, que con un flujo aparentemente menor de pasajeros (no hay clases presenciales, por ejemplo) la coordinación policiaca no sea eficiente para reducir un delito específico en pleno semáforo naranja con alerta. Es decir, los delincuentes dedicados a esta modalidad siguen actuando y es imposible pensar que lo hacen sin protección de alguna mala autoridad.
La apuesta que hacen los usuarios, que es el todo por el todo, cuando enfrentan a un criminal en un espacio tan reducido siempre está en la delicada frontera entre la venganza social y la tragedia que podría ocurrir si en lugar de un arman punzocortante, apareciera un arma de fuego y se accionara sin control a esa distancia.
Además, hace que la diferencia entre el delincuente y los ciudadanos de bien sea difícil de reconocer, porque la violencia es la misma, solo que aplicada en sentido contrario, donde la víctima pasa a ser victimario, un consuelo de corto plazo para una sociedad que desea paz y tranquilidad, no peleas cotidianas.
Sin embargo, en el intercambio en redes sociales y en los medios de comunicación, es la moraleja perfecta de “una de cal por las que van de arena” por décadas en que la inseguridad ha sido nuestro principal pendiente social.
Desde la discusión que le niega cualquier tipo de condescendencia al ladrón, hasta quienes defienden que es producto de un sistema social más complejo (en donde coincido), la triste realidad es que se miran estos incidentes pensando que quienes sufrieron los golpes entenderán que no deben volverlo a hacer.
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Pero no funciona así. Primero, porque delinquir es una decisión que se toma aún en el peor de los escenarios y no podemos confundir a una persona que toma la vía del crimen para subsistir, con la de alguien que comete un robo simple por hambre o por alimentar a su familia. No son equivalentes y en el caso que nos ocupa, se trata de jóvenes y adultos que consideran iniciar una carrera delictiva como forma de vida.
Claro que esta elección está motivada por años de abandono de las y los jóvenes, de mensajes constantes de corrupción e impunidad y de convencerlos de que no habrá otra oportunidad mejor de ingreso que pertenecer a un grupo de criminales.
Precisamente uno de los delitos con los que se “entrenan” los nuevos reclutas es el robo en el transporte, porque une varios elementos para avanzar en la compleja escalera delincuencial: mucha violencia, adrenalina a tope, uso de armas hechizas, falsas o punzocortantes para amedrentar, y ganancias rápidas por medio de obtener celulares, carteras y piezas de joyería.
No obstante, es el inicio. Nadie se hace rico robando en rutas de transporte, pero es algo mejor que pasar los días en las calles sin opciones de futuro o con un salario ínfimo y pesadas jornadas de trabajo formal.
Ese es el dilema, cómo quitarle recursos humanos al crimen, que ofrece empleo e ingresos hoy, a costa de tener una fila de aspirantes que podrán ganar en algunas ocasiones, pero también perder ante la ira de sus víctimas.