Por Sylvia Vanegas Sáenz
La violencia es como una corriente de agua en busca de salida. Se escurre en las relaciones, primero por goteo, luego en chorro, hasta inundarlo todo.
Se define como el uso intencional de fuerza física o amenazas, sobre uno mismo, otro ser vivo o sobre un grupo, la cual tiene, o puede tener, como consecuencia, daños físicos, psicológicos, emocionales, problemas de desarrollo o la muerte.
Existen distintos tipos y matices de la violencia y blancos más vulnerables que otros. Se trata de una energía que se filtra de diferentes maneras. Varían desde las muy sutiles (casi disfrazadas de buena voluntad, aunque manipuladoras), como podrían ser ciertos regalos, hasta los insultos, exigencias, prohibiciones, o las de más graves consecuencias.
Todas dañan la integridad de quienes la sufren.
La violencia envenena el corazón y la mente. Se convierte en una espiral de escalada hasta que alguna de las partes sea capaz de romper el patrón.
A menudo las víctimas tardan años en salir de la situación, ya que el violento no lo es en todo momento. Se crea una experiencia ambivalente entre el encanto y el desencanto, entre la agresión y la esperanza del cambio, entre el ataque y el arrepentimiento.
La víctima no es una persona tonta que permanece en ese lugar porque quiera quedarse ahí. No sale porque no puede. Porque no es capaz de reconocer la violencia, o porque ha perdido su autoestima y acrecentado sus miedos.
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El primer paso para liberarnos es hacernos conscientes de ella. Detectar cómo habita en nosotros y en quienes nos rodean. Con frecuencia, sin darnos cuenta, hablamos con tonos sarcásticos o rudos, gesticulamos, miramos y hasta sonreímos de formas hirientes, humillantes o intimidatorias. Eso es violencia también.
Una vez reconocida en nosotros mismos, necesitamos aplicar esfuerzo para encontrar otra salida a nuestras emociones. Una vez comprendido el modo en que el otro la ejerce, necesitamos recuperar la estima perdida, aprender a cuidarnos a través de límites claros e intraspasables. Necesitamos perder la vergüenza y el miedo a pedir ayuda.
La violencia ocasiona heridas dolorosas que se convierten, en el mejor de los casos, en cicatrices. Sin embargo, su huella perdura y sangra a la menor provocación, resultando en venganzas, en acciones ofensivas o defensivas, que alejan a la persona de su paz, su equilibrio y su bienestar.
El círculo de la violencia no solo lastima a la víctima, sino también el victimario. Las personas recurren a esa herramienta por no ser capaces de expresar sus verdaderos sentimientos o temores, por no haber desarrollado autocontrol y otras formas de negociación para alcanzar la satisfacción real a sus necesidades.
Además de la ira que los corroe, habita en ellos la culpabilidad, la desesperación, la frustración y con frecuencia, la soledad.
Víctimas y victimarios necesitan sanar para vivir mejor y educar mejor.
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