Por Claudia Ruiz
Estamos en época de evitar el contacto, los abrazos y los acercamientos. Se acentúan los cuidados, la desconfianza y la alerta. Aparecen la tristeza, la soledad y la incertidumbre; mientras, buscamos nuevas formas de adaptarnos para vivir y convivir.
Muchos nos sentimos lejos y aislados, pero otros en casa, tienen la posibilidad de mirar de cerca a quienes tienen juntos.
¿Y qué sucede cuándo a pesar del cuidado y aislamiento nos alcanza la enfermedad? ¿Qué sucede cuando aparece el dolor? ¿Cuando no podemos estar en casa y nos vemos obligados a ir a un hospital como paciente o acompañando a alguien querido?
Entonces nuestro mundo cambia de un día a otro en espacio y tiempo, en espera de noticias que generan miedo, angustia y dolor. Entramos ahí donde se multiplican las paredes blancas, vacías, ocupados por silencios sin voces, de enmascarados con trajes que apenas se distingue quién está por detrás.
El día y la noche se funden en silencio, distancia e indiferencia. El miedo al contagio, trasciende hasta evitar el contacto y encuentro con la mirada. Como si al mirarnos también nos contagiáramos.
Momentos eternos de soledad, buscando consuelo que en otro momento se encontraría en un saludo, una mano, un hombro, un abrazo o una plática de apoyo, un encuentro con alguien para apagar la angustia y el miedo. Hoy, eso no existe. ¿A dónde se han ido todos? ¿Se manifiesta la distancia física, con la emocional?
Para quienes tenemos un enfermo en el hospital, comienza la jornada con la llegada; una fila esperando ser cuestionados, registros, papeles, pagos, todo menos un acercamiento humano, un “buenos días, ¿gusta sentarse? Aquí hay un lugar, ¿cómo sigue su familiar?”.
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Hoy solo veo y siento espacios vacíos. Caras cubiertas, escondiendo tristeza y soledad que oculta las sonrisas.
No hay espacio para las familias, no hay entrada para el apoyo; solo uno mismo, solo un familiar. En tanto espacio físico hay tan poco espacio emocional.
Un tiempo sin transcurrir, un espacio sin ocuparse y un vacío sin llenarse. Sonidos de máquinas que cansan y silencios que ensordecen y angustian: la tensa calma. ¿Y la mirada?, ¿no es la primera entrada al corazón?.
Mirar y ser mirado, dos acciones tan sencillas y profundas a la vez.
¡Qué más valioso que el primer encuentro con el mundo! Mirar y ser mirado, reconocernos en el otro, en sus palabras y todo va tomando significado. Sin mirada no hay persona, sin contacto no habría la oportunidad de conocer nuestro propio cuerpo, el límite donde empieza y termina. ¿Quién soy yo en el otro y quién es el otro que me sostiene y cobra sentido en mi vida?. Es ahí donde habita el inicio de nuestra existencia.
Ausencia de emociones, carencia de afectos y todo por cuidarnos y alejarnos de lo más sencillo y natural, el consuelo y la compañía que nos puede dar el mirar y ser mirados.
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