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El escape de Ariza: madre a los 16 en un mundo de pandillas

Los agresores querían que perteneciera a su banda, pero ella sabía que unirse implicaba vender droga, ser su esclava sexual y su recadera

El día después de aquella tarde, Ariza no pudo salir de su habitación. Recostada en su cama recordó el trayecto hacia su casa. La rutina de regreso era la de costumbre: caminó tres cuadras desde su colegio República de Cuba; los mismos siete minutos que recorría a diario. Se despidió de dos amigas. Siguió caminando. Vio las hileras de casas que miraba siempre y a algunos comerciantes retirándose. Pero a partir de esa tarde, no habría otra ordinaria para ella.

De lunes a viernes salía a las 17:30 del colegio en el que iniciaba la preparatoria. La chica de ojos brillantes y rasgados, cumplió 16 años el 11 de septiembre de 2016. Cuando la sometieron sexualmente, tenía 16 años y 4 meses.

Ariza vivía en una de las colonias más peligrosas, de una de las ciudades más peligrosas del mundo, la hondureña San Pedro Sula, a 300 kilómetros de Chiapas. Ahí, en el sector Rivera Hernández, tienen base Los Vatos Locos, una pandilla contraria a la Mara Salvatrucha (MS).

“Yo les decía llorando que me dejaran: ¡soltá, que soltara y me soltara! Un hombre me agarró a la fuerza y abusó sexualmente, por eso salí embarazada del niño, lo quise abortar, pero no pude. Tomé pastillas y todo eso, y ni así; pues ya nacido, ahora lo quiero”, dice Ariza.

Poco antes de tomar camino a su casa, esa tarde de enero, ella y sus amigas charlaban de cualquier cosa. No tiene muy presente de qué, pero solía hablar de dj’s, de lo poco que le gustan las matemáticas y de cuánto disfrutaba ir al estadio a practicar atletismo, aunque tuviera que pagar dos ‘rapiditos’, una especie de taxis colectivos. Ya sola, al dar la última vuelta a su casa, la raptaron.

“Yo les decía llorando que me dejaran: ¡soltá, que soltara y me soltara! Un hombre me agarró a la fuerza y abusó sexualmente, por eso salí embarazada del niño, lo quise abortar, pero no pude. Tomé pastillas y todo eso, y ni así; pues ya nacido, ahora lo quiero”, dice Ariza.

Fueron cinco jóvenes los que la raptaron. No sabe sus edades, pero cree que tenían tres o cuatro años más que ella. Uno de ellos fue quien la abusó. Lo hizo en plena calle. Los otros cómplices, cuidaron la esquina por si llegaba la policía. En su barrio si a los pandilleros les gusta una muchacha la obtienen; así, sin que nadie lo impida.

Ellos querían que Ariza perteneciera a la banda. Ya se lo habían dicho meses antes de que la atacaran. Sabía que unirse implicaba vender droga, ser su esclava sexual, su recadera, o todas las opciones anteriores. No sopesó el precio de un ‘no’. “Me fui (de Honduras) porque había muchas pandillas, mucha muerte, a cada rato se agarraban a tiros, entre ellos mismos, se mataban y todo”, dice.

Cuando llegó a su casa tuvo tiempo de lavar su falda azul marino y sus tobilleras blancas llenas de lodo; dejó su saco blanco con el escudo del colegio a un lado y se echó a llorar en la cama. Pasaron varios días para que dejara de lamentarse en silencio por las noches. No recuerda cuántas, pero sí que no le dijo de inmediato a su mamá: ¿qué iba a pensar de ella, la mujer que se mataba trabajando como mesera, para que estudiara?

Isabel es el nombre de la madre de Ariza. Tiene 36 años, y como ella, fue mamá antes de los 18. Es una mujer curtida por la violencia familiar. Golpeada por su exmarido. Pero aún así, se atrevió a levantar la denuncia por la violación de Ariza ante el Ministerio Público del barrio de La Puerta, en donde le recomendaron “huir para no morir… Nunca investigan nada”, dice.

Cuando Ariza tenía ya seis meses de gestación y muchas amenazas encima, decidieron salirse de su país. Isabel adelantó su camino hacia México y dejó encargada a su hija con una de sus amigas de confianza. Un camioncito modelo 80 la dejó cerca del Río Suchiate, que enmarca la frontera occidental entre Guatemala y México.

Poco después Ariza hizo el mismo camino y el 20 de agosto llegó a su primer destino. Iba acompañada de un hombre al que Isabel le pagó casi mil pesos (unos 54 dólares). “Yo me vine embarazada aquí a México, un señor me vino a dejar hasta acá”, dice la chica. Recuerda que se venía tocando el vientre en el camino.

Junto a ella iban otras dos muchachas menores de edad, que asegura, no tuvieron la suerte de que alguien las recogiera en Ciudad Hidalgo, el primer sitio en México al que llegó cruzando el río en balsa. Abrazó a su mamá después de un recorrido cansado que duró un día. “Nos venimos en bus, en un bus grandote nos venimos, y caminamos una montaña grandota, llena de caca de vaca. Después pasamos por Guatemala y por la noche llegamos al río para pasar acá”, narra Ariza.

Ya en Tapachula, Chiapas, pudo instalarse en el albergue Todo por Ellos A.C. después de un mes de espera viviendo en pequeños cuartos: “dormíamos en el piso, en un colchón llenito de ratones; el cuarto era barato, era lo único”.

El Instituto Nacional de Migración (INM), a través de la Secretaría de Gobernación (Segob), reporta que a Chiapas llegaron de enero hasta octubre de 2017, un total de 569 menores sin compañía desde Honduras, casi la mitad son mujeres. De El Salvador llegaron 240 y de Guatemala mil 359, entre niños y niñas.

Como Ariza, otras menores cruzan por alguna ruta de los 654 kilómetros de la frontera entre Chiapas y Guatemala. Tan sólo en 2016, la Segob reportó el ingreso de 38.000 centroamericanos al país; de éstos, al menos la mitad, eran mujeres menores de edad.

Ariza tiene un rostro infantil. No hay rastro de maquillaje es su ojos o labios.

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