En uno de los peores días de una terrible semana de abril del 2020, el COVID-19 se cobró las vidas de 816 personas tan solo en la ciudad de Nueva York. Perdido en la maraña de información sobre la pandemia acumulada desde entonces está el nombre de Fernando Morales, de 43 años, una de las víctimas.
Dos años y casi un millón de muertes después, su hermano, Adam Almonte, toca el bajo de Morales y se lo imagina a él con el instrumento. En un parque sobre el río Hudson, recuerda los viejos días, cuando se tiraban una pelota de béisbol.
“Cuando falleció, fue como si hubiese perdido a un hermano, un padre, un amigo… todos al mismo tiempo”, dice Almonte, quien es 16 años más joven que su hermano, con quien compartía su pasión por los libros, los videojuegos y la lucha. Era empleado municipal, procesando las pensiones de los maestros.
Si perder una persona deja semejante vacío, imagínese lo que es perder un millón.
En las próximas semanas las muertes por el virus en Estados Unidos seguramente sobrepasarán esa cifra.
Se calcula que la pandemia dejó a unos 194.000 niños sin uno o los dos padres en Estados Unidos. Privó a las comunidades de líderes, maestros y cuidadores. De conocimientos, persistencia, humor y devoción.
Ola de contagios tras ola de contagios, el virus produjo una despiadada cronología de muertes.
Cuando empezó, no se tenía conciencia de la magnitud de la amenaza.
En febrero del 2020, un trastorno respiratorio desconocido comenzó a propagarse por una residencia de ancianos de las afueras de Seattle, el Life Care Center de Kirkland.
Neil Lawyer, de 84 años, se recuperaba allí de una operación que derivó en una infección. Cuando falleció por el COVID-19 el 8 de marzo, había apenas 30 muertes por el virus.
Lawyer, nacido en una granja de Mississippi, de padres de raza mixta que fueron discriminados, fue el primero en su familia que terminó la universidad. Se recibió de químico y vivió más de dos décadas en Bélgica. Otros expatriados que lo conocieron recuerdan que le encantaba enseñar béisbol y era un buen barítono.
Cuando ”Moose”, como le decía su familia, y su esposa se jubilaron en Bellevue (estado de Washington), él y otros parientes les cantaban serenatas a las parejas en las bodas, con un grupo llamado los Moose-Tones.
En octubre del año pasado, cuando una de sus nietas se casó, los Moose-Tones se presentaron sin él.
“Hubiera sido muy feliz. Para él, lo más importante del mundo hacia el final de su vida, era reunir a la familia”, declaró su hijo David Lawyer.
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Hacia fines del 2020 la pandemia parecía estar perdiendo fuerza, hasta que los gobernadores estatales decidieron levantar las restricciones que imperaban y recrudecieron los contagios.
Luis Alfonso Bay Montgomery siguió trabajando en los primeros meses de la pandemia, conduciendo un tractor por plantaciones de lechuga y coliflor cerca de Yuma (Arizona). Cuando empezó a sentirse mal, a mediados de junio, insistió en seguir trabajando, de acuerdo con su esposa, Yolanda Bay, con la que estuvo casado 42 años.
Cuando finalmente fue llevado a un hospital, Montgomery, de 59 años, tuvo que ser entubado.
Falleció el 18 de julio, en que la cifra de muertos en Estados Unidos superó los 140.000. Por primera vez desde que se conocieron en su México natal, Bay enfrentaba la vida sola.
Pasando en auto junto a las tierras que su esposo aró, se lo imagina en su tractor.
“Es hora de que me deshaga de su ropa, pero”, dice, sin poder completar la frase. “Hay veces en que me siento totalmente sola”.
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El 14 de diciembre del 2020, los fotógrafos se peleaban por conseguir una ubicación que les permitiese documentar el momento en que se vacunó contra el COVID a la primera persona en Estados Unidos, una enfermera de Nueva York. La vacuna, no obstante, llegó demasiado tarde como para salvar a su colega Jennifer McClung.
En el Helen Keller Hospital de Sheffield (Alabama), el personal llamaba a McClung, una enfermera que aplicaba diálisis, “Mama Jen”. Protegía a las nuevas enfermeras y a veces se despertaba por la noche, llorando por el estado de algún paciente.
En noviembre, McClung, de 54 años, y su esposo John, también empleado del hospital, dieron ambos positivo en una prueba de COVID. Ella falleció horas antes de que comenzase la campaña de vacunación y de que la cifra de muertos rebasase los 300.000 en Estados Unidos.
Hoy hay una calcomanía con una aureola y las alas de un ángel en el sitio que ocupó McClung en el tercer piso. En la cocina de la casa de su madre, Stella Olive, un marco digital muestra fotos y videos de la hija que perdió.
“La puedo escuchar reírse. Puedo escuchar su voz”, dijo la madre. “Pero no puedo tocarla. Es lo peor que hay en el mundo”.
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Incluso cuando la ola de la variante delta amainó, la cifra de muertos siguió subiendo.
En septiembre del año pasado, cuando Sherman Peebles, alguacil de Columbus (Georgia), yacía en un hospital, se llegó a los 675.000 muertos, superándose la cifra de fallecidos en la pandemia de gripe de hace un siglo. Él murió al día siguiente.
Además de su trabajo policial, Peebles, de 49 años, se pasaba todos los sábados cortando el cabello en la peluquería de su mejor amigo, Gerald Riley.
Cuando llega a la peluquería los sábados, Riley sigue buscando la camioneta de Peebles. Al terminar el día, piensa en la rutina que tuvieron durante más de 20 años al despedirse.
“Te quiero hermano”, se decían entre sí.
Riley jamás se imaginó que esas eran las últimas palabras que oiría de su amigo.
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Médicos y enfermeras peleaban por sus vidas. Todas las noches en la primavera del 2020, Larry Mass y Arnie Kantrowitz abrían las ventanas para agradecerles, uniéndose a una sinfonía de bocinazos y griteríos de neoyorquinos que también daban las gracias.
A Mass le preocupaba su amigo, cuyo sistema inmunológico se había debilitado por las medicinas tomadas tras un trasplante de riñón. Durante meses, Kantrowitz, un profesor jubilado y conocido activista gay, se refugió en su sillón.
Pero no bastó. Arnie Kantrowitz falleció de complicaciones por el COVID el 21 de enero, cuando la cifra de muertos se acercaba al millón.
Los papeles de Kantrowitz, parte de la colección de la Biblioteca Pública de Nueva York, reflejan su activismo. Pero los 40 años que compartió con Mass solo sobreviven en la memoria.
En los días en que los titulares de los diarios hacen que Mass se sienta irritado con el mundo, piensa en su compañero de toda la vida. ¿Qué diría Kantrowitz si estuviese aquí?
“Todavía está conmigo”, dice Mass. “Lo llevo en el corazón”.