EL PASO, Texas, EE.UU. (AP) — Todos los domingos por la tarde desde la última Pascua, con excepción de tres, Bob Guerra, un diácono católico, guardaba en una caja su crucifijo favorito, una Biblia en español, cientos de obleas para comuniones que lleva en bolsitas de plástico y otros objetos litúrgicos.
Luego recorría algunos kilómetros hasta Fort Bliss, una base del Ejército en una región desértica a las afueras de El Paso, en Texas, donde ayuda a celebrar misa para cientos de menores migrantes alojados en varias carpas erigidas por las autoridades de inmigración.
Es uno de varios centros de detención parecidos diseminados a lo largo del suroeste de Estados Unidos, levantados por el gobierno de Joe Biden y de sus predecesores para hacer frente a las olas de menores que ingresan ilegalmente al país desde México, sin compañía de sus padres o custodios. El clero y voluntarios buscan llevarles consuelo a través de los sacramentos.
“Rezan con tanta devoción que lloran”, dijo Guerra al aludir a las expresiones que presencia todos los domingos cuando los jóvenes reciben la comunión y se arrodillan frente a una cruz pequeña.
El Domingo de Pascua, planea regalarles cruces diminutas y galletitas cocinadas por monjas de la zona.
Entre los adolescentes que rezan fervorosamente en Fort Bliss figura Elena, entonces de 15 años. Pidió que no se usara su nombre completo por las circunstancias peligrosas que la orillaron a dejar Guatemala.
Elena declaró a The Associated Press que por semanas le pidió a Dios que la ayudara a salir del albergue lo antes posible, pero cuando vio que otras niñas retenidas sufrían y que “no había forma de consolarlas”, pidió que las hiciera salir a ellas primero. Con el correr de los días, comenzó a pensar que “Dios se estaba aburriendo” de sus plegarias y le pidió que la perdonara.
Lo que la ayudó durante dos meses antes de ser liberada fueron los sacramentos, incluida la comunión ofrecida durante una misa celebrada por el obispo católico de El Paso, Mark Seitz.
“Cuando él llegaba, se sentía como una paz, algo que te conforta, que necesitas”, expresó Elena durante esta Semana Santa, que ella pasó con familiares lejos de El Paso. “Dios estuvo con nosotros para aguantar tantos días sin nuestros familiares”.
En el centro de detención, se sintió tan agradecida de poder asistir a misa —como hacía con su madre en Guatemala—, que hizo una pulsera de trenzas de la amistad para el obispo Steiz, quien luce varias en su muñeca derecha.
“Tienen una fe que se hizo más fuerte en medio de todo esto”, manifestó Seitz, en alusión a los cientos de menores que atendió desde la última Pascua en Fort Bliss.
La mayoría de los domingos, el padre Rafael García, que dirige la Parroquia del Sagrado Corazón, a cuatro cuadras de la frontera en El Paso, celebra una misa allí. Es algo que viene haciendo en distintos centros de detención desde hace cinco años
“Todos los que participamos, sentimos que nos transformamos”, declaró el cura jesuita. “No todos vienen a la misa, pero los que lo hacen son chicos de mucha fe”.
Separados súbitamente, y a menudo trágicamente, de sus países y de sus familias, “su única fortaleza es la oración”, expresó el padre José de la Cruz Longoria, pastor de cinco parroquias católicas de Pecos, Texas, que sirve a los menores del centro de detención. “Por eso se trata de mostrarles en la misa que hay un Dios que ama y perdona”.
En sus plegarias en español y dialectos indígenas en altares improvisados, los chicos de los albergues, la mayoría de ellos centroamericanos de entre 12 y 17 años, le piden a Dios ayuda para ellos y para sus seres queridos que permanecen en sus países.
“Piden por sus amigos que se quedaron en el camino, que sus familiares les acepten y quieran”, dice Dominga Villegas, quien ayudó a organizar la misa del Domingo de Ramos, con hojas de palmas y todo, para 200 menores en el albergue de Pecos.
Cientos de miles de menores de 18 años han cruzado la frontera solos en busca de una vida mejor y de seguridad. Cada vez llegan más desde 2014. Desde octubre, la Patrulla Fronteriza ha encontrado un promedio de más de 11.000 menores no acompañados por mes, según la Oficina de Aduanas y Protección Fronteriza de Estados Unidos (CBP, por sus iniciales en inglés).
Algunos no tienen familiares en Estados Unidos, pero la mayoría cuentan con algún padre u otro pariente que escaparon a la violencia y la pobreza.
Cuando un menor no acompañado es detenido o se entrega a las autoridades estadounidenses tras cruzar la frontera sin autorización, es llevado a albergues dirigidos por el Departamento de Salud y Servicios Humanos hasta que el gobierno aprueba su entrega a un familiar o un patrocinador.
En los últimos tres gobiernos, sobre todo cuando aumenta súbitamente la cantidad de menores que vienen a Estados Unidos y se abren albergues improvisados de emergencia como el de Fort Bliss, surgieron controversias sobre las condiciones y la duración de la estadía de estos chicos en esos centros, a los que el acceso de la prensa está muy restringido.
Mientras esperan su liberación, los jóvenes con frecuencia se arrepienten de haber venido a Estados Unidos y sufren de baja autoestima, según dijeron líderes religiosos a The Associated Press. Deben lidiar con el trauma asociado con la salida de su país y también con la culpa que sienten por haberse ido, a veces sin despedirse de los seres queridos que los criaron y por haber ido a parar a un sitio que no es el que esperaban, con un futuro incierto.
“No saben lo que les espera al final del túnel. No pueden permitirse sentir que ya esto (estar allí) es una victoria y una bendición de Dios”, dice Lissa Jiménez, psicóloga que realizó en marzo un retiro espiritual de un día en el centro de Pecos.
Al final del retiro de 10 horas, notó que los chicos se sentaban más derechos y los alentó a confiar en “la identidad que nos da ser hijos de Dios, independientemente de la raza y de nuestra situación”.
Es el mismo mensaje que los sacerdotes transmiten en las misas y las confesiones, incluso a los menores que no son católicos y que de todos modos los buscan “porque quieren hablar con alguien”, según contó el padre Brian Strassburger, un jesuita que sirve a los menores en albergues en Brownsville y oficia misas en el campamento de migrantes de Reynosa (México), del otro lado de la frontera.
“Tratamos de reconfortarlos, de asegurarles que Dios está con ellos. De que sus padres los siguen queriendo”, manifestó.
Muchos adolescentes que iban a la iglesia en sus países se ofrecen como voluntarios para leer las Escrituras o cantar los salmos. La música religiosa tranquiliza a los jóvenes, de acuerdo con Roland Guerrero, quien se presenta los domingos en Fort Bliss con su guitarra, micrófonos y partituras.
Sus esfuerzos por la justicia social y los derechos de los migrantes van más allá de su ministerio. El obispo Seitz, sacerdotes jesuitas y muchas otras figuras religiosas ofrecen también albergue, comida y asistencia a los migrantes a ambos lados de la frontera.
“Sé que lo que hago es apenas un parche”, dijo Guerrero. “Pero eso no le resta mérito, porque en la fe no se puede saber lo que pasa adentro de un niño”.
Afirmó que es como plantar una semilla de esperanza, igual que en “Montaña”, una canción muy popular entre los chicos católicos y protestantes del albergue. Se basa en un versículo del Evangelio según el cual la fe mueve montañas.
“Esa montaña se moverá”, canta Guerrero, acompañado de su guitarra Gibson. “Se empiezan a mover. Vuelven a bailar”.
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