Al papa emérito Benedicto XVI se le acredita con razón el haber sido uno de los teólogos católicos más prolíficos del siglo XX, un pontífice-profesor que predicó la fe a través de gran cantidad de libros, sermones y discursos. Pero rara vez recibió crédito por otro aspecto importante de su legado: Haber hecho más que nadie antes que él para enderezar la posición del Vaticano frente a los abusos sexuales del clero.
En su papel de cardenal y papa, Benedicto impulsó cambios revolucionarios en el derecho canónico para facilitar la expulsión de sacerdotes depredadores, y echó a cientos de ellos. Fue el primer pontífice en reunirse con sobrevivientes de abusos. Y revirtió el rumbo que había tomado su venerado predecesor en el caso más atroz de la Iglesia católica del siglo XX, al finalmente tomar medidas contra el sacerdote mexicano Marcial Maciel, un abusador en serie que era sumamente querido en el círculo íntimo de Juan Pablo II.
Pero era necesario hacer mucho más, y tras la muerte de Benedicto el sábado, sobrevivientes de los abusos y sus defensores dejaron en claro que no sentían que su historial fuera digno de elogio, y señalaron que él, al igual que el resto de la jerarquía católica, protegió la imagen de la institución por encima de las necesidades de las víctimas, y en muchos sentidos encarnaba al sistema clerical que alimentaba el problema.
“Desde nuestro punto de vista, el papa Benedicto XVI se está llevando décadas de los secretos más oscuros de la Iglesia a su tumba con él”, señaló SNAP, el principal grupo de sobrevivientes de abusos del clero con sede en Estados Unidos.
Matthias Katsch, de Eckiger Tisch, un grupo que representa a los sobrevivientes alemanes, dijo que Benedicto pasará a la historia de las víctimas de los abusos como “una persona que fue durante mucho tiempo responsable en el sistema del que fueron víctimas”, según la agencia de noticias dpa.
En los años posteriores a la renuncia de Benedicto XVI en 2013, el flagelo que él creía que abarcaba sólo a unos pocos países, en su mayoría de habla inglesa, se había extendido a todas partes del mundo. Benedicto se negó a aceptar responsabilidad personal o la institucional por el problema, incluso después de que un informe independiente lo culpó por su manejo de cuatro casos mientras era obispo de Múnich. Nunca sancionó a ningún obispo que hubiese encubierto a abusadores, y nunca ordenó que los casos de abusos fueran denunciados a la policía.
Pero Benedicto hizo más en este aspecto que cualquiera de sus predecesores combinados, y especialmente más que Juan Pablo II, en cuyo pontificado esos delitos salieron a la luz pública. Y después de desestimar inicialmente el problema, el papa Francisco siguió los pasos de Benedicto y aprobó protocolos aún más estrictos diseñados para responsabilizar a la jerarquía.
“Él (Benedicto) actuó como ningún otro papa lo ha hecho al ser presionado o forzado, pero su papado (fue) reactivo frente a este tema crucial”, dijo Terrence McKiernan, fundador del sitio en línea BishopAccountability (Rendición de Cuentas de Obispos), que rastrea casos globales de abusos y encubrimiento del clero.
Como prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe durante un cuarto de siglo, el excardenal Joseph Ratzinger vio de primera mano el alcance de los abusos sexuales ya en la década de 1980. Los casos llegaban poco a poco al Vaticano desde Irlanda, Australia y Estados Unidos, y ya en 1988 Ratzinger intentó persuadir al departamento jurídico del Vaticano para que le permitiera destituir rápidamente a los sacerdotes abusadores.
La ley del Vaticano en esa época requería juicios canónicos largos y complicados para castigar a los sacerdotes, y sólo como último recurso si antes fracasaban iniciativas más “pastorales” para curarlos. Ese enfoque resultó desastroso, pues permitió a los obispos trasladar a sus abusadores de una parroquia a otra, donde podían violar y acosar sexualmente de nuevo.
La oficina jurídica rechazó la solicitud de Ratzinger en 1988, bajo el argumento de que era necesario proteger el derecho del sacerdote a defenderse.
En 2001, Ratzinger persuadió a Juan Pablo II de que le permitiera hacerse cargo del problema frontalmente, y ordenó que todos los casos de abusos fueran enviados a su oficina para su revisión. Contrató a un abogado canónico relativamente desconocido, Charles Scicluna, para que fuera su fiscal principal de delitos sexuales, y comenzaron a actuar juntos.
“Solíamos discutir los casos los viernes; él solía llamarlo la penitencia del viernes”, recordó Scicluna, fiscal de Ratzinger de 2002 a 2012, y ahora arzobispo de Malta.
Bajo la supervisión de Ratzinger cuando era cardenal y luego papa, el Vaticano autorizó procedimientos administrativos acelerados para expulsar a los abusadores atroces. Modificaciones al derecho canónico permitieron que el plazo de prescripción de los abusos sexuales fuese suspendido según el caso, elevaron la edad de consentimiento a los 18 años y ampliaron las normas que protegen a los menores para que cubireran también a los “adultos vulnerables”.
Los cambios tuvieron un impacto inmediato: Entre 2004 y 2014 —un periodo que incluye los ocho años de papado de Benedicto, más un año antes y otro después— el Vaticano recibió unos tres mil 400 casos, expulsó a 848 sacerdotes y sancionó a otros dos mil 572 con penas menores, según las únicas estadísticas de la Santa Sede que han sido dadas a conocer públicamente.
Casi la mitad de las expulsiones ocurrieron durante los últimos dos años del papado de Benedicto.
“Siempre hubo la tentación de pensar en estas acusaciones, en este flagelo como algo ideado por los enemigos de la Iglesia”, dijo el cardenal australiano George Pell, donde las acusaciones golpearon desde una etapa temprana y fuerte, y donde el propio Pell fue acusado de abusos y de desestimar a las víctimas.
“El papa Benedicto se dio cuenta muy, muy claramente de que hay un componente de eso, pero que el problema era mucho, mucho más profundo, y se movilizó efectivamente para hacer algo al respecto”, dijo Pell, quien finalmente fue absuelto de una declaración de culpabilidad por abusos tras cumplir 404 días en régimen de aislamiento en una prisión de Melbourne.
Entre los primeros casos en la agenda de Ratzinger después de 2001 estaba la recopilación de testimonios de las víctimas de Maciel, fundador de la orden religiosa Legionarios de Cristo, con sede en México. A pesar de la gran cantidad de documentos en el Vaticano que se remontan a la década de 1950 y que muestran que Maciel había violado a sus jóvenes seminaristas, la curia de Juan Pablo II lo cortejó debido a su capacidad para atraer vocaciones y donativos.
Juan Vaca —una de las víctimas originales de Maciel, que junto con otros exseminaristas presentó un caso canónico formal contra él en 1998— dijo que, más que el dolor que recibió por los abusos, posteriormente fue más fuerte el dolor que le causó el hecho de que la Iglesia católica ignorara sus denuncias.
Su caso languideció durante años debido a que cardenales poderosos que formaban parte de la junta de Ratzinger, incluido el cardenal Angelo Sodano, el poderoso secretario de Estado de Juan Pablo II, bloquearon cualquier investigación. Sostenían que las acusaciones contra Maciel eran meras calumnias.
Pero Ratzinger finalmente prevaleció y Vaca testificó ante Scicluna el 2 de abril de 2005, el mismo día en que murió Juan Pablo II. Ratzinger fue elegido Papa dos semanas después, y sólo entonces el Vaticano finalmente sancionó a Maciel a una vida de penitencia y oración.
Entonces Benedicto XVI dio otro paso y ordenó una investigación a fondo de la orden religiosa. Dicha pesquisa determinó en 2010 que Maciel era un fraude religioso que abusó sexualmente de sus seminaristas y creó una orden similar a una secta para ocultar sus crímenes.
Incluso Francisco ha acreditado la “valentía” de Benedicto al ir tras Maciel, y recordó que “tenía toda la documentación en la mano” en los primeros años de la década de 2000 para tomar medidas contra el fundador de los Legionarios, pero fue bloqueado por otros más poderosos que él hasta que se convirtió en papa.
“Fue el hombre valiente que ayudó a muchos”, dijo Francisco.
Dicho esto, la valentía de Benedicto XVI para hacer ceder el protocolo sólo llegó hasta cierto punto.
Cuando el arzobispo de Viena, el cardenal Christoph Schoenborn, criticó públicamente a Sodano por haber impedido que el Vaticano investigara a otro abusador en serie de alto perfil —su predecesor al frente del arzobispado de Viena—, Benedicto convocó a Schoenborn a Roma para reprenderlo frente a Sodano. La Santa Sede le emitió una reprimenda notable a Schoenborn por haberse atrevido a decir la verdad.
Y luego, un informe independiente encargado por su antigua diócesis de Múnich culpó a Benedicto XVI por sus acciones en cuatro casos cuando era obispo en la década de 1970. Benedicto, para ese entonces ya retirado del papado hacía tiempo, se disculpó por cualquier “falta grave”, pero negó haber cometido alguna ofensa personal o específica.
En Alemania el sábado, el grupo partidario de reformas We are Church (Nosotros Somos Iglesia) dijo en un comunicado que, con sus “declaraciones inverosímiles” sobre el informe de Múnich, “él mismo dañó gravemente su reputación como teólogo y líder de la Iglesia y como ‘empleado de la verdad’”.
“Él no estaba preparado para hacer una admisión personal de culpa”, agregó. “Con eso, causó un daño enorme al cargo de obispo y de papa”.
Los sobrevivientes estadounidenses del grupo Road to Recovery (Camino a la Recuperación) dijeron que Benedicto, cuando fue cardenal y pontífice, era parte del problema.
“Él, sus predecesores y el papa actual se han negado a utilizar los vastos recursos de la Iglesia para ayudar a las víctimas a sanar, obtener un cierto cierre del asunto y restaurar sus vidas”, manifestó el grupo en un comunicado, en el que pidió transparencia.
Pero el vocero de Benedicto XVI durante largo tiempo, el padre Federico Lombardi, dice que las acciones de Benedicto con respecto a los abusos sexuales son uno de los muchos aspectos subestimados de su legado que merecen reconocimiento, dado que allanó el camino para reformas de mayor alcance.
Lombardi recordó las oraciones que Ratzinger compuso en 2005 para la procesión del Vía Crucis del Viernes Santo en el Coliseo de Roma, diciendo que son evidencia de que el futuro Papa sabía bien —antes y mejor que nadie en el Vaticano— la gravedad del problema.
“Cuánta inmundicia hay en la Iglesia, especialmente entre aquellos que, en el sacerdocio, se supone que pertenecen totalmente a él (Cristo)”, escribió Ratzinger en las meditaciones para esa prominente procesión de Semana Santa.
Lombardi dijo que en ese momento no entendió la experiencia que tenía Ratzinger y que inspiró sus palabras.
“Había visto la gravedad de la situación con mucha mayor lucidez que otros”, declaró Lombardi.