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Luchan en Nuevo México para salvar iglesias de adobe

El maestro santero Félix López habla durante una entrevista el domingo 16 de abril de 2023 frente a un retablo de la década de 1810, el cual limpió y preservó en la misión del Santo Rosario, en Truchas, Nuevo México. (AP Foto/Giovanna Dell'Orto) AP (Giovanna Dell'Orto/AP)

CORDOVA, Nuevo México (AP) — Desde que los misioneros comenzaron a construir iglesias de adobe hace 400 años en lo que era la frontera remota del imperio español, pequeñas comunidades de montaña como Cordova dependían de sus propios recursos para mantener viva la fe.

A miles de kilómetros de distancia de centros de poder religiosos y laicos, todo, desde sacerdotes hasta escultores y pigmentos para pintar, era difícil de conseguir. Los pobladores instituyeron cuidadores laicos de las iglesias llamados “mayordomos”, y colocaron en las capillas elaborados retablos hechos de madera local y barnizados con savia de pino.

En la actualidad, amenazados por el éxodo, congregaciones cada vez menores y tradiciones que se desvanecen, algunos de sus descendientes luchan para salvar estas históricas estructuras de adobe y evitar literalmente que se desmoronen y regresen a la tierra de la que fueron construidas.

“Nuestros antepasados pusieron sangre y sudor en este lugar para que nosotros tuviéramos presente a Jesús. Esta es la raíz de mi fe”, dijo Angelo Sandoval en un frío día de primavera dentro de la iglesia de San Antonio, erigida en la década de 1830, donde se desempeña como mayordomo en su Cordova natal. “No somos sólo una iglesia, no somos sólo una religión; tenemos raíces”.

Desde la tierra local con la que fueron construidas hasta las generaciones de recuerdos familiares que guardan, estas iglesias anclan una forma de vida única de Nuevo México para sus comunidades, muchas de las cuales ya no tienen escuelas ni tiendas, y enfrentan pobreza crónica y adicciones.

Se estima que quedan unas 500 misiones católicas en el norte de Nuevo México, donde las Montañas Rocosas se convierten gradualmente en mesetas desérticas al oeste y llanuras interminables hacia el este.

Es cada vez más difícil encontrar la inversión necesaria —cientos de miles de dólares, además de habilidades de conservación especializadas y familias dispuestas a servir como mayordomos— para preservarlas, especialmente porque la mayoría sólo se usan para unas cuantas misas al año.

“Es de verdad una obra de amor”, dijo el padre Rob Yaksich, párroco de Nuestra Señora de los Dolores en Las Vegas, Nuevo México, que supervisa 23 iglesias rurales, la mayoría de adobe, repartidas en un territorio extenso. “Cuando la generación de feligreses haya desaparecido, ¿se convertirán en un museo o cumplirán con su propósito? Este catolicismo español antiguo y arraigado está experimentando una alteración grave”.

Fidel Trujillo es mayordomo de la iglesia de San José, de estuco rosa, en la aldea de de Ledoux, donde creció. Con su esposa y otros miembros de la familia, la mantiene impecable a pesar de que sólo se celebran aquí dos misas al año.

“Nuestros antepasados hicieron un trabajo tremendo para traernos la fe, y ahora es nuestro trabajo”, dijo Trujillo en la mezcla característica de español e inglés que muchos hablan en esta región. Aunque también participa activamente en la parroquia principal del pueblo cercano de Mora, siempre que puede trae a sus hijos, de 6 y 4 años, a San José.

“Esto nos sirve como un retiro y nos instruye”, agregó. “Prefiero por mucho venir a estas capillas. Es una brújula que guía dónde pertenece tu corazón realmente”.

Cada misión está dedicada a un santo en particular, por el cual la comunidad desarrolla una veneración especial. Cuando el incendio forestal más grande de Nuevo México la primavera pasada arrasó los bosques cerca de la iglesia de San José, y Trujillo fue desalojado durante un mes, se llevó la estatua de San José con él.

En el pequeño pueblo de Bernalillo, los feligreses católicos han mantenido un voto a San Lorenzo durante más de 300 años, el cual incluye que cada año una familia construya un altar con su imagen en su casa, y que lo ponga a disposición las 24 horas del día, los 7 días de la semana, para cualquiera que desee orar.

“Han tocado a mi puerta a las 2 de la madrugada y los he dejado entrar”, dijo la mayordoma Barbara Finley.

Su casa se encuentra cerca del histórico Santuario de San Lorenzo, de adobe, que la comunidad luchó por conservar a pesar de que a un costado se había construido una iglesia más grande.

“Hace 400 años, la vida era muy difícil en esta parte del mundo, la remota frontera interior del imperio español”, explicó Félix López, un maestro “santero”, los artistas que esculpen, pintan y conservan las figuras de los santos en el estilo devocional y único de Nuevo México, nacido a partir del aislamiento histórico. “La gente necesitaba a estos santos. Eran una fuente de consuelo y refugio”.

A lo largo de los siglos, la mayoría fueron robados, vendidos o dañados, según Bernadette Lucero, directora, curadora y archivista de la arquidiócesis de Santa Fe, que tiene inventarios de sus cientos de iglesias desde el siglo XVII.

Pero lo mucho que estas esculturas y pinturas expresivas todavía importan a las comunidades locales es evidente en los lugares donde sobreviven en su forma original, como en las misiones de Cordova, Truchas y Las Trampas, en el camino de Santa Fe a Taos a través de las montañas.

“Los santos son a quienes recurres espiritualmente; pueden ser muy poderosos”, dijo Victor Goler, un maestro santero que acaba de terminar la conservación de los retablos en la iglesia de Las Trampas, de mediados del siglo XVIII. “Es importante que la comunidad tenga una conexión. Su sentimiento es mucho más profundo y eso es lo que lo mantiene en marcha”.

En un domingo reciente en la iglesia del Santo Rosario — de la década de 1760—, en Truchas, López destacó los ricos detalles decorativos que siglos de humo y suciedad habían ocultado hasta que él los limpió meticulosamente con miga absorbente de pan de masa fermentada.

“Soy un católico devoto, y hago esto como meditación, como una forma de oración”, dijo López, que ha sido santero durante cinco décadas y cuya familia es originaria de este pueblo ubicado en una cadena montañosa a 2.100 metros (7.000 pies) de altitud.

Unos kilómetros más abajo en el valle, en Cordova, Jerry Sandoval —otro santero y tío del mayordomo— reza una oración a cada santo antes de comenzar a esculpir su imagen en madera de pino, de álamo o de chopo. Después los pinta con pigmentos naturales —el púrpura está hecho a partir de insectos machacados, por ejemplo— y los barniza con savia de piñón, el pino robusto que puede hallarse por aquí y por allá en el campo.

Ayudó también a conservar el colorido retablo de siglos de antigüedad de la iglesia local, a la que muchos niños regresan para las oraciones tradicionales de Navidad y Pascua, lo que da a los dos Sandoval la esperanza de que las generaciones más jóvenes aprenderán a estar apegadas a su iglesia.

“Ven todo esto”, dijo Jerry Sandoval frente a los retablos ricamente decorados de la iglesia de San Antonio. “Mucha gente lo llama tradición, pero nosotros lo llamamos fe”.

Para el padre Sebastian Lee, que como administrador del popular complejo del Santuario de Chimayó —a unos pocos kilómetros de distancia— también supervisa estas misiones, fomentar el apego local es un desafío abrumador a medida que las congregaciones se reducen todavía más rápido desde la pandemia de COVID-19.

“Quiero que las misiones sean donde la gente pueda saborear la cultura y la religiosidad. Son muy curativas; estás empapado de la fe de la gente”, dijo Lee mientras los peregrinos pasaban frente a su diminuta oficina con paredes de adobe hacia el santuario principal de Chimayó. “Me pregunto cómo ayudarlos, porque tarde o temprano alguna misión no va a tener suficiente gente”.

La Fundación Católica de la arquidiócesis proporciona pequeñas subvenciones, y se han fundado varias organizaciones para ayudar en las labores de conservación.

Frank Graziano alberga esperanzas de que su organización sin fines de lucro Nuevo México Profundo, que apoyó la conservación de Cordova, pueda obtener el permiso necesario de la arquidiócesis para restaurar la iglesia de San Jerónimo, de la década de 1840. Hay grietas profundas en sus muros de adobe y nidos de insectos zumban en un agujero abierto junto a una de las ventanas.

El pueblo circundante, en un amplio valle a la sombra del Pico del Ermitaño, está casi completamente despoblado, por lo que es poco probable que la comunidad intervenga para dar el mantenimiento necesario. Expuesto a la lluvia y la nieve, el adobe necesita un nuevo revestimiento de tierra, arena y paja cada dos años para que no se disuelva.

Eso hace que la participación local y algún tipo de actividad continua, aunque sean sólo funerales, sean fundamentales para la preservación a largo plazo, dijo Jake Barrow, director de programas en Cornerstones, una organización dedicada a preservar el patrimonio arquitectónico de Nuevo México, que ha trabajado en más de 300 iglesias y otras estructuras.

Cuando los voluntarios comenzaron a recaudar fondos para la misión en Truchas, la comunidad sospechó que sería convertida en una galería de arte, dijo la mayordoma Aggie Vigil. Pero se convencieron cuando ella compartió el sueño de hacer que la antigua iglesia de adobe, entonces inestable e infestada de tuzas, se pudiera usar nuevamente para misas.

Pero con menos sacerdotes y menos feligreses, eliminar algunas misiones rurales de la lista activa de la Iglesia podría ser inevitable, dijo el padre Andy Pavlak, quien forma parte de la comisión de la arquidiócesis para la conservación de iglesias históricas.

“Tenemos dos opciones: o que regresen a la comunidad, o que regresen a la tierra de donde vinieron. No podemos salvarlas todas”, dijo Pavlak, quien durante casi una década ofició misas en 10 iglesias en el condado Socorro, la más antigua de 1615. “El adobe está hecho de la tierra. Adán y Eva fueron hechos a partir de la tierra. Todos vamos a la tierra. ¿Cómo lo hacemos con dignidad?”

Al pasar la mano por las paredes lisas de adobe que restauró en la capilla del Santo Niño de Atocha, de la década de 1880, en Monte Aplanado, un poblado enclavado en un valle de alta montaña, Leo Paul Pacheco argumentó que la respuesta podría depender de la fe de los laicos como él.

Él y su hijo pertenecen a una de las muchas cofradías —conocidas como “penitentes” por su devoción a la penitencia y la oración por las almas del purgatorio— a las que los historiadores atribuyen cumplir el papel religioso y social de la Iglesia cuando los peligros fronterizos impedían la llegada de sacerdotes.

Los hermanos de la cofradía aún ayudan a establecer un modelo en un momento en que su condado lucha contra el desempleo y la crisis de las drogas, dijo Pacheco.

“Levantamos a nuestra comunidad en oración. Lo que hacemos es resaltar y compartir aspectos de la comunidad que generan vínculos”, manifestó.

A largo plazo, dependerá de las generaciones futuras aprovechar su fe para salvar estas iglesias históricas.

“Ellos todavía tienen acceso a la misma tierra”, dijo Pacheco mientras las partículas de arena y la paja de las paredes de adobe resplandecían bajo los rayos del sol. “Ellos proveerán”. ______ La cobertura religiosa de The Associated Press recibe apoyo a través de la colaboración de la AP con The Conversation US, con financiamiento de Lilly Endowment Inc. La AP es la única responsable de este contenido.

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