MIAMI (AP) — Cuando el reverendo Silvio Báez terminó su homilía un domingo reciente, los aplausos de cientos de fieles llenaron la iglesia católica de Santa Agatha, en las afueras de Miami, que se ha convertido en el hogar espiritual de la creciente diáspora nicaragüense.
Para el obispo auxiliar de Managua, sus compañeros sacerdotes y muchos fieles que han huido de Nicaragua recientemente, la misa del domingo por la tarde no es sólo una manera de encontrar consuelo en comunidad. También es una forma de contrarrestar la violenta represión del gobierno nicaragüense a sus críticos, incluidos muchos líderes católicos.
“Para mí es el momento que estoy más cerca al pueblo de Nicaragua. Es como volver para una hora”, dijo Báez a The Associated Press después de saludar a una larga fila de feligreses afuera de la sacristía. “Mi continuo mensaje es, ’no perdamos la esperanza, no nos acostumbremos a una situación que Dios no quiere”.
Báez dijo que abandonó Nicaragua en la primavera de 2019 sólo porque el Papa Francisco se lo dijo. "Para salvar mi vida – ‘no quiero otro obispo mártir en Centroamérica’”, le dijo.
Pero el Papa agregó: “no abandones a tu pueblo”, dijo Báez, y estas misas en Miami, que también se transmiten en vivo, se han convertido en su forma de predicar la resistencia.
En sus homilías recientes, basadas en las enseñanzas de Jesús sobre el amor a Dios y al prójimo, así como la importancia de actuar según los propios valores, ha denunciado a “los dictadores (que) dicen de amar a Dios... pero oprimen a los pueblos”. Ha denunciado la hipocresía de quienes se autodenominan como “el pueblo presidente", aunque “anulan a este mismo pueblo, negando libertades fundamentales”.
“Pasamos de lunes a sábado vicisitudes, problemas, todo, y el domingo con la homilía es un vaso de agua en el desierto”, dijo Donald Alvarenga al llegar al servicio de Báez.
Alvarenga rara vez asistió a misa en Nicaragua, pero no falta a ninguna aquí. Él fue uno de los más de 200 nicaragüenses liberados de prisión, expulsados por la fuerza a Estados Unidos en febrero y luego despojados de la ciudadanía por el gobierno del presidente Daniel Ortega.
Ortega ha tenido una relación desigual con los líderes religiosos durante décadas. Su gobierno, al igual que otros en Latinoamérica, tiene su origen en una revolución socialista a la que se opuso la jerarquía católica, aunque fue apoyada por cierto clero liberal.
Desde que reprimió las protestas sociales en 2018, en la cuales se pedía su renuncia, el gobierno de Ortega ha silenciado sistemáticamente las voces opositoras y se ha centrado en la iglesia, incluida la confiscación en agosto de la prestigiosa Universidad de Centroamérica, dirigida por los jesuitas.
El Congreso de Nicaragua, dominado por el Frente Sandinista de Liberación Nacional de Ortega, ordenó el cierre de más de 3.000 organizaciones no gubernamentales, incluida la organización benéfica de la Madre Teresa.
“Esta es la última institución independiente, la Iglesia Católica, sobre la que Ortega no tiene control total. Realmente está tratando de controlar a la última institución que podría ser una amenaza a su legitimidad”, dijo Michael Hendricks, profesor de política en la Universidad Estatal de Illinois y ex voluntario del Cuerpo de Paz en Nicaragua.
La represión llegó incluso a prohibir muchas fiestas patronales y procesiones de Pascua en un país donde la fe cristiana tiene una amplia resonancia cultural, añadió Hendricks. Se estima que el 10% de la población ha huido: más de medio millón desde 2018.
Las medidas contra los jóvenes manifestantes y la iglesia, donde la estudiante universitaria Cinthya Benavides participaba activamente en el ministerio juvenil, la llevaron a abandonar Nicaragua. Huyó de su casa sólo con su pasaporte, teléfono y computadora portátil mientras la policía llamaba a la puerta.
“Tuve que venirme de mojada. Pero la fe me mantuvo", dijo en Santa Agatha, donde ella y dos compañeros de la Alianza Universitaria Nicaragüense distribuyeron folletos sobre la persecución de la iglesia.
Su propio párroco estuvo en prisión durante un tiempo. El mes pasado, Nicaragua liberó a una docena de sacerdotes católicos encarcelados por diversos cargos y los envió a Roma tras un acuerdo con el Vaticano.
Pero el obispo Rolando Álvarez ha permanecido en prisión durante más de un año y recibió una sentencia de 26 años después de negarse a abordar el vuelo de febrero a Estados Unidos.
Báez abre cada misa con una oración por la salud, la fortaleza y la “libertad incondicional” de Álvarez. El reverendo Edwing Román, quien también celebra misa en Santa Agatha, dijo que la detención de Álvarez en una prisión notoriamente dura lo convenció de que regresar a Nicaragua no es una opción por ahora.
Román llegó a Estados Unidos en 2021 para un viaje corto para bautizar a un familiar. Pero mientras estuvo aquí, se enteró de las amenazas de que lo encarcelarían si regresaba a su iglesia parroquial en Masaya, donde había ayudado a los manifestantes heridos.
“Era un apostolado humanitario. No me arrepiento”, dijo Román. Una noche, durante las protestas de 2018, escuchó gritos y disparos afuera de su rectoría y, después de abrir la puerta en pijama, terminó pasando horas limpiando la sangre jóvenes heridos.
Con donaciones de gasas y otros suministros, inauguró un pequeño dispensario en su parroquia, donde también fueron llevados los cuerpos de los manifestantes muertos. Dijo que eso le valió acusaciones de las autoridades de ser un “terrorista, golpista” que intentaba derrocar al gobierno, y la policía lo detenía rutinariamente cuando salía de la iglesia.
Para el expreso y opositor Carlos Valle, quien se exilió en febrero, el ministerio de sacerdotes como Román y Báez sirve como una “guía espiritual”.
“Sentimos mucho refugio con ellos... están exiliados como nosotros”, dijo Valle. De sus 12 hijos, 11 también huyeron de Nicaragua; una se quedó porque trabaja para el gobierno.
Cada semana, los nicaragüenses recién llegados tocan a la puerta de la parroquia. Necesitan ayuda con todo, desde asistencia legal en materia migratoria hasta un lugar donde quedarse, una petición cada vez más difícil a medida que miles de exiliados y migrantes de varios lugares no dejan de llegar a Miami.
“Ayudarles para mí es una obligación", dijo el pastor de Santa Agatha, el reverendo Marcos Somarriba, quien vino hace décadas cuando era un adolescente. “Yo sé lo que es pasar por esto".
Báez dijo que la iglesia, además de ofrecer ayuda práctica, puede seguir abogando por los derechos humanos y por un camino social y político diferente porque “allá no puede decirlo nadie”.
Muchos sacerdotes, monjas y otros exiliados temen represalias, especialmente contra sus familias que aún se encuentran en Nicaragua, y temen hacer públicas sus historias. Pero otros sienten la responsabilidad de generar conciencia y un sentimiento de esperanza.
“Hasta el miedo ya lo hemos perdido”, dijo Néstor Palma mientras distribuía folletos sobre sacerdotes exiliados y prisioneros políticos en Santa Agatha. “Por eso estamos en esta lucha cada día, para que no se pierda la luz”.
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