Por DZ
Hay palabras que producen al encontrarlas, una sensación desagradable. Son palabras malditas que tejen un significado aprendido, un absurdo linaje de razones por las que decirlas transportan al cuerpo al mundo de lo palpable. Un ominoso preludio que se pronuncia con recelo, con cuidado y de inmediato se espera una respuesta en alguna parte del envase al que llamamos cuerpo.
Dentro del diccionario esta “incertidumbre”, con sus raíces griegas y latinas que hablan de la falta de conocimiento seguro. Una construcción psicológica que produce, incomodidad, inseguridad y un desazón que acompaña la odiada vulnerabilidad. Después como embrujo aparecen el titubeo y el temor.
Instaurada en la mente y en el cuerpo la palabra incrementa la sensación de tensión en los tendones y en los músculos, una aureola de peligro va corriendo ahora al departamento de ideas catastróficas y comienza la ardua labor de imaginar que sucederá en el futuro.
Las manos comienzan a sudar, la respiración a agitarse y si no frenamos, entonces bummm, sin poderlo controlar aparece en medio de una explosión, un ataque de ansiedad que llama al miedo.
También hay que saber que esta palabra habita en otros ámbitos más allá de lo personal, en lo económico y en lo estadístico ciertas circunstancias imposibilitan la realización de un juicio o valoración certera de lo que sucederá más adelante y zas esto puede llevar a la caída de la bolsa de valores.
Es un grillete que nubla el futuro y los agentes económicos se pueden volver más evasivos, creando limitaciones en las inversiones de cualquier tipo. Ningún empresario querrá invertir en una economía en donde no exista certeza de que su inversión será recuperada.
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Se han hecho investigaciones (Encuesta Stress in América de la APA) que destacan como la incertidumbre nos estresa. La pandemia de coronavirus ha hecho que una variable tan común, nulifique la planificación para el futuro y esta se sienta imposible para muchas personas.
Sin duda las personas con una mayor intolerancia serán menos resistentes y más propensas a un estado de ánimo bajo.
¿Podríamos pensar entonces que la incertidumbre es sinónimo de debilidad? Si esto es así, entonces el vocablo básicamente tiene una mala reputación. ¿Qué pasaría si cambiáramos la perspectiva de esta palabra, si encontráramos en ella un recurso y no un padecimiento?
Veamos; cuando algo nos sale mal o incluso si nos encontramos con algo nuevo, si aparece un problema al que nunca nos habíamos enfrentado, entonces la incertidumbre nos desafía, nos impulsa a pensar, nos pone a reflexionar y en ese momento se convierte en un trampolín hacia un pensamiento mayor.
Vivimos en un mundo donde dar respuestas inmediatas a los problemas que enfrentamos es símbolo de éxito, pero si titubeamos, buscaremos mecanismos para escapar de ahí; hemos sido adiestrados para hacerlo. Si consideramos que ese titubeo, que esa sensación incomoda es crítica para el pensamiento, podríamos usarla como una herramienta para enfrentar desafíos complejos, quitándole la carga aprendida y entonces podamos usarla en nuestro beneficio.
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