El terrible asesinato de los sacerdotes Joaquín César Mora Salazar y Javier Campos Morales ha estremecido al país porque visibiliza la violencia que pasa desapercibida en las cifras. Es impresionante como las personas necesitamos de rostros, fotografías y nombres, para alarmarnos de la numeralia de 121,000 asesinados.
Y vale también la pena el replantearnos, más allá de la fallida estrategia de seguridad del Presidente, qué tan responsable somos en la tragedia como espectadores inmóviles del tejido social corrupto y sangriento.
Los sacerdotes jesuitas perdieron la vida en la velocidad de unas ráfagas cobardes, de unas balas que sitúan a cualquier desarmado en desventaja. Quien sabe cuál habrá sido su voluntad última antes de que su luz se apagara, sólo espero que su legado y dedicación sigan arropando a la adolorida Comunidad Cerocachui de Chihuahua.
Al igual espero que todas las personas que no llegaron a casa por culpa de la violencia inmunda, acompañen a quienes los amaron y los cuiden desde el lugar donde las almas descansan.
Los nombres de las personas se convierten en cifras duras y las identidades desaparecen en los medios, en los análisis de la delincuencia. Al menos, a diferencia de los cobardes, habrá quienes recuerden con cariño todo lo aprendido, y las ganas de abrirse paso en un mundo que cada vez es menos sencillo. Y refiriéndome por cobardes necesariamente a las manos ejecutoras.
Este será el sexenio más letal de los últimos tiempos y quienes pudieran tener mayor incidencia para revertirlo, demuestran en los Tres Poderes de la Unión que están cerrando filas al discurso doblegado, al desdén por la ciencia y por las medidas tanto criminológicas como económicas que darían un mejor cauce a la situación y que prevendrían el crecimiento de este narcoestado.
Después estamos nosotros, que en el día a día parecemos inertes ante la situación por pensar en nuestra individualidad olvidando la verdadera colectividad. En teoría este gobierno debiera tener todo lo contrario como bandera por ser de “izquierda”. Deberían de preocuparse por el problema de fondo y no sólo en el despilfarro de recursos públicos por mantener adeptos. Deberían de alejarse de la idolatría y por el contrario pensar en el prójimo.
PUBLICIDAD
Ante el hambre y la miseria, los mexicanos dejaremos de conocer la diferencia entre la bondad y el mal si no somos capaces de verla por nosotros mismos. Eso sólo puede verse a través de cada examen, del respeto íntegro a la propia vida para respetar la de los demás, poniendo en duda cada creencia, hincharse de valentía ante lo que droga los sentidos. Haremos el mal en tanto tengamos miedo, en tanto permanezcamos en la sombra de la razón.
Quien vive oprimiendo no es feliz, porque por dentro está lleno de odio y juicios, refiriéndome tanto a personas de la sierra, como de la ciudad y de cargos públicos y no públicos.
La pobreza, el sufrimiento y la muerte serán el alimento propiciado por pocos, pero ya consagrado por muchos ¿Qué tan responsables somos a su vez y qué tanto nos importa? Con independencia de la fe que profesemos, vale la pena reflexionar el fragmento del poema de El crimen y el castigo, del libro El Profeta, de Khalil Gibrán (1833-1931):
“No podéis separar el justo del injusto ni el bueno del malvado.
“Porque ellos se hallan juntos ante la faz del sol, así como el hilo blanco y el negro están tejidos juntos.
“Y, cuando el hilo negro se rompe, el tejedor debe examinar toda la tela y examinar también el telar” (…)
El día que asumamos la culpa de incidir indirectamente en las manos asesinas, ya sea con la calma o con las decisiones erróneas respecto a las y los gobernantes, entenderemos que el fin no justifica todos los medios y que la ignorancia sale cara porque nos arrebata la paz y la vida.
Porque sólo con el entendimiento profundo e individual de quienes somos podemos distinguir, porque sólo convenciéndonos de que hay alternativas y mejore vías que involucran el conocimiento y la virtud ciudadana es que podemos paliar estos crímenes de lesa humanidad que se cometen no sólo por las manos que disparan las armas. Pero a este paso sin límites, le espera a México lo más álgido del infierno.