Opinión

Silencio, por favor

Foto: Pixabay

Para leer con “Todos duermen”, de Gustavo Cerati

La que pudiera ser la frase más célebre en la filosofía práctica universal, “Pienso, luego existo”, aparece como un proceso radical de llevar al terreno de la duda, todas las creencias, para lo cual, cerrar la boca tendría que ser el primer paso.

René Descartes estableció que toda idea que no pudiera ser demostrada con la certeza de ser verdadera, tendría que ser rechazada. Por ejemplo, como sus sentidos estaban expuestos a un engaño electroquímico por parte del cerebro, sabía que se trataba de una mentira a manos del mundo de la experiencia y tendría que ir con sumo cuidado.

Pero lo cierto es que tanto en tiempos de Descartes, como en los nuestros se habla más de lo que se debe. Se opina, juzga y señala como mecanismo de confirmación de la existencia. Eres en la medida en la que validas o repruebas.

El silencio que trajo el Covid

La ansiedad por volcarse en torno de la experiencia exterior ha dejado al descubierto la existencia del mundo interior, pero también su abandono. Hoy difícilmente se cambia una serie de Amazon Prime por sentarse a recapitular el día.

Uno de los efectos del Covid-19 es que luego de haber pasado dos años en un encierro etnográfico, hay dejos de introspección que solo una mente depositada en un recogimiento prolongado invita y luego obliga a producir.

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Retirar la atención del mundo de la distracción obliga a quedarse en un silencio escandaloso. Y en este punto de la narrativa, tarde o temprano surgen dos noticias. La mala: el avión va en caída libre. La buena: no hay dónde estrellarse.

Los niños y el silencio

Puede ser que en algún momento de la lactancia se nos inyecte la vacuna contra el silencio con la capacidad de liberar la necesidad de etiquetar todo y a todos. Lo que sea que se vea, será antropocéntrico.

De niños nos ponían en mute con solo alzar las cejas y pelar los ojos. Hoy las cejas siguen al aire y uno calla por convicción. Pero también hay poca de esta y no hay mucho qué decir si el continente hace las veces de contenido.

Y así es como acaba la historia de un silencio hermoso, cuidado y educado para persistir y mostrarse como signo de una mente educada. El problema con proyectar superimposiciones es que nos convertimos en espectadores de una función cíclica y ociosa.

No soportamos el silencio

En el viaje de ser súbditos de las emociones, hacerlas —y ser— libres, se reconoce la esencia propia bajo un estricto sentido de propósito sobre una base de confianza. Y nada de esto sucede con una cumbia o reggaetón de fondo.

La mente es un barullo inagotable que no suele reparar en qué va a emplear dicha agitación. De ahí que el conflicto con los pensamientos, como lo dibujaba Descartes, es el poder que tienen sobre la atención: la consumen.

Y hay un problema aún mayor debajo de este: los pensamientos tienen tal fuerza porque nosotros la hemos cedido de forma abierta, cotidiana y reiterada. No fue un asalto, se trató de una donación.

El silencio parece no generar emoción alguna. Nadie baila sin música ni enfiesta en silencio. Pero el hábito que propone Descartes para construir indiferencia al contenido del pensamiento y no al pensamiento mismo representa un viaje al origen, regresando como el propio Ulises. Solo en silencio es que los patrones del dualismo se evaporan.

¿Hay forma de conocer el mundo independiente a los sentidos?

¿Cómo se veía el mundo en el 5º día, antes de que llegara el hombre?

¿Va la realidad, más allá de tu designación conceptual?

¿Cómo justificas tu existencia ante el mundo?

¿Cuál —y cómo— es la naturaleza de la mente?

En silencio, notando lo que ocurre fuera de ese diálogo interior y tal como lo planteó Descartes, es que se mira hacia adentro.

El silencio, entonces, es un privilegio, no una obligación.

* Las declaraciones y opiniones expresadas en este artículo son de exclusiva responsabilidad de quien las escribe y firma, y no representan el punto de vista de Publimetro.

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