Lourdes Grobet se paraba de cabeza con una facilidad envidiable a sus casi 80 años en las clases de yoga de Gabriela Tavera. Coincidí varias veces con ella a unos mats de distancia y, al final de la práctica, era común que se quedara a platicar sobre su próxima aventura documental, hasta Groenlandia o en su estudio de trabajo.
Ayer, ella, una de las fotógrafas más importantes de nuestro país, trascendió dejando un legado inigualable. Su nombre es sinónimo no solo de arte, sino de una agenda de género que hoy ocupa el centro del debate y la política pública.
Su legado fue honrado y reconocido. Apenas el pasado sábado recibió la Medalla Bellas Artes, en un homenaje en el Centro Cultural Los Pinos. Ella no la pudo recoger, lo hizo su hija Ximena, quien dijo que ese reconocimiento era en realidad para los pueblos y las personas que su madre fotografió.
Y es que Lourdes Grobet fue una pionera en muchos sentidos. Fue la primera generación de Artes Plásticas en la Universidad Iberoamericana, donde fue alumna de Mathias Goeritz, quien le habló de la multimedia como alternativa que la llevaría a la foto.
Abrió camino para las mujeres en la fotografía de los años 70 y 80, un campo artístico que estaba dominado por la mirada androcentrista, y ya había enfrentado las concepciones machistas desde su hogar.
En varias entrevistas, recordó que su padre, un ciclista dos veces olímpico, no le quiso enseñar el deporte ni llevar a la lucha libre por el simple hecho de ser mujer. Concepciones a las que se opuso. En alguna ocasión dijo: “Ser mujer ha sido difícil, pero soy muy terca”.
Fue una artista incansable que reivindicó la igualdad de género; luchó mediante la transgresión, el humor y la provocación. Y así lo hizo también por los marginados sociales y por otros grupos comúnmente invisibilizados, entre ellos los indígenas, a través del Laboratorio de Teatro Campesino e Indígena, al que llegó por su amigo el dramaturgo Tomás Espinoza, y del que se convirtió en la fotógrafa oficial.
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Su otro amor fue la lucha libre, un sitio en aquellos años dominado por hombres, donde no habían visto a una mujer dando vueltas por el cuadrilátero con una cámara al cuello. Una realidad que enfrentó y venció, en dos de tres caídas.
Así sacó a los luchadores de la arena y los colocó en sus espacios cotidianos, les dio, sobre todo a las mujeres luchadoras, otra forma de ser interpretadas e interpretados.
La búsqueda por la igualdad de género, por el acceso a las mismas oportunidades está presente en sus imágenes, en la vida de una mujer que, como ella misma se definió, fue “una loca que vivió la vida feliz y contenta”. De pie y de cabeza.