Para leer con: “All Things Must Pass”, de George Harrison
La costumbre racional busca dar explicación a todo lo que se cruza en el camino. Incluso aquello que no hay cómo explicar y que tal vez existe solo para ser disfrutado.
¿Cómo se puede llevar al desperdicio del enfado un proceso como el del llover?
La lluvia es una de esas expresiones naturales que con las que delata su maestría: no solo por su capacidad terapéutica, sino por la lección que obsequia sin esperar otra cosa a cambio, más que te mojes.
Pero ver llover también puede ser el ejercicio más aburrido y soso. Especialmente si estás muerto en vida o si te distraen del programa o serie de ocasión.
Y aún así, no es raro ver que se gruña y manotee porque está nublado. Encontrar un cielo distinto al que se espera puede ser objeto de fracaso en el día y la vida. Algo digno para motivar un brainstorming.
Pero la vida tiene una línea tan sutil y domesticada por la cotidianidad que usualmente se da por hecho que se tiene hasta que se considera pérdida total. Al final del día, es un frente frío, una capa densa de nubosidad, una visita de estado, una depresión tropical (¿existirá eso en el trópico?).
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Una tormenta aislada, un chubasco. Da lo mismo: va a llover.
Las trombas de campo educan a valorar la lluvia. Quienes viven ahí no solo se mojan, conviven con la lluvia y han aprendido a a conversar con ella. Tienen el superpoder de saber cuándo y cómo lloverá, pero lo mejor es que se siguen entregando al hecho de ver llover. No les cansa, al contrario, los renueva.
Ahí no escuchas otra cosa que el necio golpeteo del agua con las hojas de los árboles. Y luego, el concierto de insectos avisando al espacio que es su turno. Así, como un proceso natural, tendría que ser experimentada la lluvia. Permitir que nos moje y que nos delate como los seres silvestres que somos (y de lo cual rehuimos).
Es instintivo, pero lo que fascina y da sustento vital, también espanta. Los cuatro elementos saben de esta bipolaridad y no han de parar de reír mientras se retan uno al otro. Si se nubla hay jeta segura (y tormentosa) y hasta a San Isidro se escala la queja y plegaria para detener aquello que simplemente es.
Uno se cubre porque el peinado elaborado se marchitará. El caro ropaje delatará haber sido comprado en el tianguis. Las botas de gamuza perderán densidad capilar y en sí, todo esto, será muy mal plan en una ciudad donde maldecir en torno del frío, del agua (por abundancia o carencia) o del calor nos hace más frágiles y medievales, pero graciosos y populares en redes.
Ver llover, mojarte, salpicarte, es tan deseado por un niño, como odiado por un adulto. Con eso basta para valorar los permisos que te das y la brújula que sigues.