No creo que esta sea mi último artículo acerca de la pandemia. Nuestras costumbres han cambiado radicalmente y hoy estamos en un contexto distinto al de hace dos años y meses. Podrá parecernos que hemos regresado a la normalidad, pero esta es una nueva realidad que todavía estamos descubriendo.
El capítulo más reciente es el uso opcional de cubrebocas, con la recomendación de que se mantenga puesto en espacios cerrados, que empieza a generar roces previsibles y resistencias de muchas personas, ahora, para quitárselo.
Lejos quedaron los tiempos en que el problema era ponérselo y colocarlo bien, sobre nariz y boca. Fueron meses para entender que no servía de nada como hamaca de papada o antifaz mal puesto.
El cubrebocas, durante varias semanas, resultó un elemento de discusión política y hasta de supresión de libertades.
Ni en los momentos más álgidos de contagio, el cubrebocas parecía un remedio. Tardamos más de un año para que le diéramos su lugar en la reducción de los casos activos y, justo cuando lo habíamos logrado, nos recomiendan que es momento de suspender su uso al aire libre.
Ya arrastrábamos algunas semanas en las que, en espacios abiertos, el cubrebocas mandaba la señal contraria: demasiada precaución.
Muchas personas a nuestro alrededor, al menos en mi entorno, ya me han anunciado que no dejarán de portarlo y lo mantendrán como un elemento más del vestuario; lo respeto, sobre todo cuando varias de ellas estaban en el grupo que fue más reticente a utilizarlo.
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No sé si se trata de una variante del síndrome de Estocolmo, aunque veo positivo que el motivo sea cuidar de su salud.
Mueren los tapetes sanitizantes y permanece la sana costumbre de usar gel antibacterial, al mismo tiempo que los apretones de manos tienen la misma altura que los saludos de puño o con la mano en el corazón.
Ignoro si serán válidos en los acuerdos de negocios o en el empeño de la palabra, pero su aceptación social no perjudicará nuestra tradición de abrazarnos y de estar lo más cerca posible físicamente.
Sí espero que cambie la importancia que tiene nuestra salud en el mediano y en el largo plazo. Conozco casos con secuelas que no se van y molestias que podrían haber aparecido más adelante y el virus las exhibió ahora, producto del descuido que mantuvimos durante años por una mala alimentación, una vida sedentaria y la falta de ejercicio.
Tendremos tiempo de enumerar las lecciones de este periodo extraño y doloroso; sin embargo, creo que estamos al inicio del final que tanto anticipábamos. Costará trabajo convencer de que ya no hay peligro, aunque no será malo que en lo que eso ocurre sigamos protegiéndonos.
Niñas, niños, adultos mayores y enfermos crónicos continúan siendo el objetivo de muchas infecciones, bacterias y virus, así que no olvidemos que llevan prioridad.
Mantengamos la confianza en las autoridades y en lo que hemos aprendido acerca de la higiene y el cuidado personal, nos hará falta en otros momentos en el futuro que, deseo, se tarden mucho en llegar.
Ha sido una etapa difícil, conozco pocos casos de personas inmunes, asintomáticas o que no hayan tenido una pérdida cercana. Sin imposiciones de ningún tipo y con mucho trabajo de convencimiento, sostuvimos las libertades y el derecho de decisión en todo el país.
Eso no es menor, habla mucho sobre la sociedad que somos y la que hemos construido en este lapso, lleno de desinformación, amarillismo, noticias falsas y remedios milagrosos que eran un peligro real.
Ahora podremos guardar los cubrebocas, pero en un sitio a la mano, porque tal vez lo necesitemos más adelante. Si no quisiéramos repetir la experiencia, recordemos lo que dijo alguna vez Albert Einstein: la mejor definición de locura es hacer lo mismo, esperando resultados diferentes.
Hagamos todo lo necesario para sanarnos, mantenernos así, y ayudar a que sane nuestro entorno, porque la naturaleza encuentra siempre un camino y, a veces, los humanos no estamos incluidos en él.