Era una familia de esas que los demás percibían como maravillosa, de las que generan envidia, de esas donde “aquí no pasa nada”. De las que lavaban sus trapitos solas, por la creencia de que “los trapitos sucios se lavan en casa” y las mujeres se tatuaron en la boca la loca idea de que “calladita te ves más bonita”.
Un día María se fue, dejando el espacio que compartió durante más de la mitad de su vida y en ese momento se comenzó a tejer una historia distinta para cada uno.
Socialmente, se bordó más o menos así: “Ella se fue porque el dinero escaseaba y las mujeres solo buscan eso; quería tener experiencias nuevas; buscar cosas diferentes, liberarse; se había vuelto una de esas mujeres que entran dentro de la categoría de mujeres malditas, de esas que cuando las cosas se ponen difíciles, se van sin importarles el dolor que generan”.
Cuando ella partió, ya todos eran mayores de edad, pero en la casa se quedó uno con el padre y fue al que le tocó acompañar ese tiempo de desolación junto él.
Verlo destrozado, le obligó a hilar por dentro, encontrando las hebras para poner todas las emociones que le tocó vivir junto a él, así aparecieron las del odio, las de la rabia, como un bálsamo para amortiguar lo que sentía. Así la depositaria de eso fue su madre. Una furia que se desbordaba en calificativos, en un juicio permanente y en un tono de voz acusador.
Entonces desde ahí se fincó una postura que fue permeando en los demás de a poquitos como una mancha.
Cuando la narrativa se vuelve lineal, no hay cabida para nada más y sobre todo si a ella se le colocó en el peldaño donde se depositan otras historias no resueltas, donde todo se mezcla volviéndolo un amasijo complejo.
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Siempre cabe la posibilidad de que por detrás de lo que se cuenta, exista otra historia. Pero en el caso de María, esta ya no importó.
Lo socialmente aceptable es que sean ellos los que se vayan, dejan a la mujer por otra en muchos de los casos, y el relato cae en etiquetas de “pobrecita”, y en él, “así son todos los hombres”.
Pero si trata de la mujer entonces “se volvió loca, se metió en una secta, está enferma, es una zorra” acompaña las charlas en los cafés y caen en ese submundo de los expulsados, junto a los drogadictos, las prostitutas y lo que se ha catalogado como la escoria de la sociedad.
Si acaso fueron esposas o madres amorosas, ya no se recuerda, solo subsiste el desierto de su partida y con ello la crónica que queda inscrita para contar.
Quizá valdría la pena escuchar lo que ella tendría que contar y entonces se podría tomar una postura menos inquisitorial, podría matizarse, habría nuevos elementos y la memoria lo guardaría con menos sesgo, pero eso no será así.
Con el tiempo cuando ninguno exista en la historia familiar, igual su nombre se irá borrando, como desaparecen los parientes incómodos, los que nos avergüenzan.
DZ
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