Norma Lizbeth tenía 14 años cuando perdió la vida por las lesiones que sufrió a la vista de varios de sus compañeros de parte de su agresora, quien la acosaba desde hace tiempo en la secundaria a la que asistía en San Juan Teotihuacán, Estado de México.
Fueron tres semanas de agonía por los golpes en el rostro y en la cabeza. Tristemente, pudo haber evitado.
El acoso escolar (o bullying como se le conoce) es un proceso de agresión a lo largo del tiempo, es decir, no ocurre en un solo día y tampoco desaparece por arte de magia; cuenta, además, con tres personas indispensables para que suceda: la víctima, la o él agresor, y los observadores, muchas veces apoyadores de esa violencia.
Para cuando su acosadora retó a Norma Lizbeth a una pelea callejera, ya había soportado agresiones previas de varios de sus compañeros, las cuales reportó a sus maestros, de acuerdo con el testimonio de la familia. Aceptar el enfrentamiento fue una consecuencia, no el origen del problema.
Obviamente, tenemos un video en el que testigos cómplices graban la trifulca en la que la jovencita es malherida por su agresora. Nadie se mete, nadie avisa.
Son las aparentes reglas de un enfrentamiento entre dos personas, las reglas del “tiro”, en el que gana el que se rinde primero o termina noqueado para entretenimiento de la audiencia.
Se nos ha difundido mucho la idea de que vivimos en una sociedad violenta y por eso estamos obligados a defendernos o a padecer la furia de alguien más fuerte; nos hemos “educado” sobre principios que señalan que la debilidad es la fuente del abuso y por eso la demostración de la fuerza tiene que ser contundente y sin misericordia.
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No es que los mensajes que nos llegan a diario contrasten demasiado o que el contenido de las películas, series y hasta videos breves, contradiga esta filosofía de la violencia (apenas el domingo la mejor película del año, según la Academia de Hollywood, es una trama de acción en la que el personaje principal pasa de la calma a los golpes en segundos). El problema es que esa no es la realidad.
En la vida real, un golpe en la cabeza, en la cara, o en ambas, puede provocar lesiones permanentes y la muerte a otra persona. En la vida real, pelearse a mano limpia no genera justicia y tampoco ajusta las cuentas de nadie.
En la vida real, los que pensamos que deberían ser los héroes terminan siendo los villanos y sus víctimas una cifra más en el conteo de las agresiones que entre todos podíamos prevenir.
Porque el agresor necesita de ayuda con mayor urgencia que la persona agredida, ya que lo hace en la mayoría de los casos para tratar de superar la violencia que se ejerce en su contra, por lo general, en su propio hogar, justo el sitio en el que deberíamos sentirnos más seguros y protegidos.
Y los maestros, directivos, tutores y responsables de crianza (madres y padres) deben lanzar todas las alertas posibles cuando se comprueba que las agresiones llevan tiempo y no se trata de una práctica normal entre adolescentes que están buscando los significados de su vida.
Para los observadores, que también necesita ayuda profesional, significa formar parte activa del círculo vicioso de la violencia, más cuando suben un video que deja constancia del abuso a un semejante.
¿Qué hubiera pasado si la misma comunidad de la secundaria se hubiera opuesto a la pelea, porque en ese espacio no se permite agredir a una persona de esa forma? ¿O que de inmediato las detuvieran y avisaran a la dirección del plantel?
Se dejó correr la agresión, que era el último episodio de una cadena de maltratos, que terminó en una tragedia.
Es importante reflexionar sobre lo que le inculcamos a niñas, niños y adolescentes, acerca de lo que es auténticamente el valor, la fuerza, el coraje, el respeto y los límites que tiene la ira, la burla y el abuso. Juntos, sin control, lo único que logran es destrucción.
Mamás, papás, profesores, escuelas y autoridades, tenemos un enorme pendiente para atender el acoso escolar y, sobre todo, prevenirlo. Hay vidas valiosas de por medio.