Por Norma Magaña
Hace dos años falleció papá, dejándonos finalmente huérfanos, luego de casi 20 años de viudez, tuvo una buena vida, procreó con mamá 4 hijos: unidos, cooperativos, nos cuidamos, nos procuramos, nos amamos y, sobre todo, nos respetamos.
No tengo ningún recuerdo de un fin de semana los 4 ya adultos, solos, cada uno creció, estudió, formó su familia, tuvo hijos, tres ya tenemos nietos, y nunca nos habíamos tomado un fin de semana de convivencia solos en Cocoyoc, Mor.
Fue una grata experiencia, llena de recuerdos, memorias, anécdotas, imágenes que se han ido sumando a lo largo de los años. Es increíble, como de un árbol, con raíces profundas de diversos orígenes (abuela poblana, abuelo morelense y abuela con sangre suiza, abuelo michoacano) brotaran frutos tan distintos, y en esencia tan similares; si la salvia que recorre nuestras venas es de un mismo calibre, alimentada con esos hábitos antiguos del buen trato, cordialidad, amabilidad, caballerosidad (soy la menor y única mujer), cuidado y respeto.
Tenemos diferente formación académica, visión, ideología, ocupación, estilos de vida, sueños… es curioso como cada familia teje un lenguaje en torno a sus hábitos y costumbres, y aunque tomamos senderos diferentes, los significados prevalecen y acompañan nuestra narrativa.
Y esa narrativa nos llevó por distintos paisajes, deconstruyéndolos, desmenuzándolos, renombrándolos, sumándoles colores, restando lo que ha perdido sentido, aquello que dejó de nutrirnos y otorgando un nuevo significado a eventos, historias, recuerdos, viajes, paseos, juegos.
Reconstruímos cada uno, a su manera la historia de nuestra familia; sumamos colaboraciones, territorios preferidos, clubs de vida que hemos construido o a los que nos hemos adherido. Tenemos claro que los ausentes, siempre están presentes (Mamá y Papá), y que su linaje permea nuestras vidas.
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A cada uno corresponde descubrir sus lecciones y aprendizajes, lo que carga y desea entregar, lo que honra y perpetúa, los paradigmas a romper y los desencuentros por atravesar.
En toda familia hay una oveja negra que rompe los viejos moldes, destraba la repetición de historias y motiva el movimiento hacia nuevas acciones, percepciones e historias.
Tardé en darme cuenta, de mi misión y hacerla una elección personal: es algo que se trae o no en el tuétano, aunque quizá también se pueda ir creando desde dentro, en las profundidades del ser (en mi caso al ser la menor y única mujer, siempre tuve que luchar por hacer valer mi voz, mi opinión, derechos, habilidades, inteligencia).
Lo que al cabo de los años me trajo a lo que hoy me apasiona: desanudar los enredos de los desencuentros humanos, las crisis existenciales, las historias de amor fallidas, los encuentros consigo mismo, los duelos que atravesamos a lo largo de nuestra vida (todos vivimos varios: dejar la casa paterna, cambiar lugar de residencia, elegir nuevo trabajo, divorcio (no todos), muerte de los padres, pérdida de amistades y familiares, mascotas…) la lista es larga… encontrar el sentido a lo vivido, darle una nueva narrativa y empezar de nuevo… Siempre es buen momento de recomenzar.
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