La división de poderes corresponde a una República democrática como la que hemos construido a lo largo de nuestra historia y está plasmada en la Constitución.
En ese sentido, las responsabilidades y atribuciones de cada uno de ellos están perfectamente delimitadas.
El Ejecutivo Federal tiene el mandato de encabezar la administración pública, al tiempo que su titular además de ser jefe de gobierno, también en el recae la jefatura del Estado mexicano.
Por su parte, el Legislativo que en nuestro caso está integrado por dos Cámaras que representan a la sociedad y a las entidades federativas tiene la obligación primordial de emitir leyes, hacer nombramientos y ejercer funciones de control respecto al Poder Ejecutivo y otros órganos autónomos.
Por lo que toca al Poder Judicial integrado por jueces, magistrados y el Pleno de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, además de impartir justicia a todas las personas que recurren a él para dirimir diferencias, también cumple la tarea de garantizar la constitucionalidad de las normas y acciones que llevan a cabo los demás poderes.
En este contexto, en México opera con normalidad un sistema de pesos y contrapesos que permite que ningún poder esté por encima de otro y actúe de forma arbitraria o unilateral.
Ese modelo de integración y funcionamiento tiene casi 170 años en nuestro país y como parte de la transformación que se requiere, es necesario revisar la integración, atribuciones y funcionamiento de cada poder.
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Lamentablemente, en ocasiones han ocurrido excesos por alguno de ellos que se traducen en una supremacía inconveniente para la República.
Por tanto, resulta conveniente que hagamos una profunda reflexión colectiva que permita fortalecer la actuación de cada poder, para evitar que se demerite alguno de los tres y se construya un auténtico equilibrio entre Ejecutivo, Legislativo y Judicial que sea funcional y responda a las necesidades actuales del país.