Opinión

Migrantes Parte I ¿Desde cuándo somos frontera, divorcio, pasaporte y número?

Migrantes en el lado mexicano de la frontera con Estados Unidos. (Foto AP/Fernando Llano) (Fernando Llano/AP)

Sí migración constituye una circunstancia, no es la que define la identidad de una persona. Cuando usamos la palabra migrante de inmediato se genera un sentido de exclusión, de segregación como sucede en otros grupos. Nos hace falta una convivencia que humanice la mirada, y las posibilidades de desarrollarlas quitando la clasificación.

Los propios conceptos de migrantes e inmigrantes serán pronto obsoletos, seremos más bien tras-migrantes con identidades culturales fluidas, mixtas y múltiples. La imagen no será la partida solitaria en la estación del tren, sino una escenografía de personas caminantes, que viven entre dos patrias, que retornan a sus lugares de partida, creando múltiples vínculos.

¿Cuáles son las oportunidades que ofrece el contexto receptor para la reestructuración de la red social? Habrá que tomar en consideración las dificultades para el establecimiento de vínculos con autóctonos, para la reagrupación familiar, y los problemas derivados de la sobrecarga de trabajo, más los conflictos interpersonales.

Las políticas y prácticas pro-migración tienen un déficit de audición, como reprochaba el senegalés Bahige Michel al ser deportado desde la muralla de Melilla:

" ¿Si supieran de dónde vengo y quién soy? Pensaba contárselo en persona, pero este muro que ha sido levantado entre Ud. y yo hace imposible cualquier encuentro verdaderamente humano entre nosotros y nos obliga a mirarnos desde lejos. Dado que ya no podemos hablarnos, permítanme mirarles a los ojos, a través de este muro de separación en forma de alambrada”.

Migrar es un acto doloroso, en nuestro modelo el trabajo lo abordamos como fenómeno de tipo individual que trastoca todo el sistema familiar, tanto para los que se van, como para los que se quedan, especialmente cuando se hace “sin papeles”.

Los que no parten se quedan con “el alma pendida de un hilo”, viven amarrados al recuerdo de la despedida al “que no les pase nada”, “que no se mueran en el camino” y quizás lo que más les aflige “que no se olviden de nosotros”. Viven con la angustia de pensar en los peligros del trayecto, de los horrores a los que se enfrenta quien cruza ilegalmente, y el tormento de esa ausencia implica la posibilidad de no volver a verlos nunca más.

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Los que se van experimentan vejaciones, soledad, tristeza, discriminación; el temor de vivir siempre en un país “que nunca será nuestro”. Un desarraigo que lacera, que levanta muros de desconfianza. Atraviesan la vergüenza ante las limitaciones lingüísticas. En este sentido, en voz del Dr. Javier Vicencio parafraseando a Pietro Barbetta:

“Para el migrante la lengua se vuelve una especie de madrastra malvada, la percibe con esa posición de alguien que no es ni será cuidado y menos acogido, lo cual hace más difícil el aprenderla. Como si se tejiera una especie de rechazo mutuo”.

Además de la lengua, la falta de familiaridad con el nuevo ambiente lo restringe, y lo aparta. El encarnar la fatiga producto de las horas incansables de trabajo, del esfuerzo de adaptación, del sentimiento de rechazo, así se traducen en confusión en términos de expectativas, valores e identidad, y en la impotencia por no integrarse del todo a la cultura de llegada.

Cuando un ser humano ha logrado atravesar miles de kilómetros para llegar al otro lado, lo último en lo que piensa es en recibir terapia, primero está el trabajo, el techo, la comida, el encontrar que hacer con sus hijos en caso de haberlos llevado consigo.

Pero de pronto el malestar que comienza a minar por dentro, va paralizando, y en alguna iglesia, en alguna escuela quizá algún mensaje en Facebook, o alguien, les habla de que es importante buscar ayuda emocional.

* Las declaraciones y opiniones expresadas en este artículo son de exclusiva responsabilidad de quien las escribe y firma, y no representan el punto de vista de Publimetro.

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