Para leer con: “Takeover”, de Jay-Z
Con la historia de Pedro y el Lobo aprendimos que nada puede ser tomado demasiado en serio, especialmente si lleva puesto el mal gusto de la reiteración.
Que yo recuerde y desde que nací, el mundo está en crisis. En ese estado aprendimos a expresarnos y a interactuar, a descifrar las reglas y a arreglárnoslas para —al final del día— regresar a casa, medianamente a rastras, pero despertar al día siguiente para habitar una historia similar.
La crisis en este país y en el mundo ha ido más allá de un episodio, se ha vuelto parte de nuestra identidad: conocemos su mecanismo, estamos familiarizados con su entraña y difícilmente entenderíamos el mundo sin ella. ¿O alguien sospecha cómo sería el mundo libre de crisis?
La crisis que ya nadie ve
Una crisis tiene que espantar. De niño, cuando mis padres repetían en la mesa las diferentes clasificaciones de crisis que los noticiarios decretaban (cambiaria, petrolera, transexenal y, desde luego, matrimonial), lo mejor era llevar la mente a uno de sus socorridos refugios. No porque hubiera comprensión del término, sino por los gestos y muecas con los que se referían a ese momento crítico.
Muy pronto entendí que guarecerme no era del todo útil en un espacio en el que la norma era andar de crisis. Sí, del mismo modo que uno anda a la moda, nosotros nos ponemos la crisis sin siquiera reparar en ello. Sueltos, coloridos y expresando por pasarelas y avenidas, aquello de lo que andamos rotos.
“Crisis”, la palabra, se ha normalizado en el vocabulario tanto como en la conducta y la norma social. ¿Qué tiene de malo mentirle a un pueblo? ¿Por qué habría uno de preocuparse si roba al erario público? ¿Por qué tendría que desorientar a alguien, ver que se es parcial en la impartición de justicia? Las pequeñas acciones deshonestas detonan crisis como un protocolo de alerta que curiosamente nadie ve ni interpreta. Y así pasan, sexenio tras sexenio.
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La prisa: ¿el delator más burdo de un estado de crisis?
Una realidad que no sale en la tele ni hay cómo ponerle like, es la que replicamos a manera de turnos y sobre la cual manoteamos para intentar dar forma a su dirección y diaria intención.
Nos hemos sofisticado al grado de clasificar todo tipo de crisis (y no en aras de una respuesta efectiva). Pero así vamos, como el rey de la selva entre sus lianas, de crisis de credibilidad, a crisis de gobernabilidad, partidista, de popularidad, ambiental, de movilidad, a una crisis de realidad en la que se ignora lo que se ve como para justificar la manera en la que se actúa y se habla.
¿Qué tiene que pasar para despegarnos de las crisis? ¿Será que son inherentes al estado humano y no nos habíamos dado cuenta? ¿Podríamos entonces usar indistintamente los términos, realidad y crisis?
Perdido el propósito, la especie acude a la prisa para pensar que es así como está siendo productiva. La vida tiene episodios en extremo incoherentes: hay temporadas que no responden a otra cosa más que al sinsentido y pasajes en los que uno pondría pausa, como acto de aferramiento. Pero nos apresuramos y hasta levantamos teorías y metodologías ágiles que de nada sirven si no cuentan con un sentido de propósito.
Si una crisis logra que la gente voltee a ver al otro con curiosidad e interés y que incluso se indigne y proteste; si permite que la sociedad encuentre que solo de manera organizada tiene un sentido de avance individual y grupal; si ayuda a encontrar valores que comparte con otros, entonces es probable que el estado de crisis, por agudo o superficial que sea, represente un pivote para desarrollar un sentido de impulso aún más profundo y relevante que el propio detonador.
Si no, entonces, será solo otra crisis.