Si uno viaja de Los Mochis a Culiacán, en el estado de Sinaloa, se atravesarán varios municipios, poco poblados, enmarcados por un clima agreste y seco. Uno de ellos es Mocorito y ahí encontrarán una pequeñísima población de menos de 400 habitantes: Rosa Morada.
Esta comunidad está casi perdida en el mapa: apenas una escuela, una iglesia, una heladería, un centro de salud y una gasolinera. Por eso resulta casi milagroso, como una mágica jugada del universo que ahí se forjara uno de los grupos más conocidos de todo el mundo: Los Tigres del Norte.
Los hermanos Hernán y Raúl Hernández, y su primo Óscar Lara sufrieron muchas carencias cuando eran niños. Esto se agravó cuando su papá recibió un balazo, por lo que tuvieron que hacerse cargo de los gastos de la casa apenas cruzando la niñez: tenían apenas 10 años cuando cargaban sus viejos instrumentos para recorrer las calles de su pueblo.
La vida quiso que buscaran mejores oportunidades de trabajo hacia el norte, trabajando como jardineros en Estados Unidos y regresando a México cuando se podía. Mojados, como tantos compatriotas, que buscan cómo mandar dinero a sus familias. Pero el destino quiso que Los Tigres no pasarán desapercibidos. Con seis premios Grammy y doce Grammys Latino a lo largo de su carrera, el cariño que el público de ambos lados de la frontera, es innegable.
Platiqué con ellos sobre sus inicios: “Fuimos a Los Mochis, que es donde empezamos a cantar en una cenaduría. Ahí éramos meseros y cantábamos porque teníamos un pantalón negro y camisa blanca. Entonces tocábamos y servíamos, es lo que teníamos que hacer porque queríamos ganar un poquito más. Cuando llegamos a Estados Unidos, comenzamos a grabar y a grabar, y ahí es cuando nos dimos cuenta de que hay que tener perseverancia”, me contó Hernán.
Una de las bendiciones de ser un grupo como ellos es que han tenido la oportunidad de conocer México y Estados Unidos de cabo a rabo: “Hemos tocado en todos los pueblitos. Una vez allá en el Estado de México no agarramos hotel, íbamos en un Volkswagen. Y nos metíamos todos ahí y a dormir, porque dormidos no da hambre”, dijeron entre risas. “Esas son cosas que te mantienen humilde”, me dijo Raúl, “a veces llegan personas a tratar de convencerte de que el que toca el acordeón es mejor que el del bajo sexto y cosas así. Con nosotros no pasa eso, siempre hemos tenido los pies sobre la tierra, porque sabemos lo que nos ha costado nuestro lugar”.
Platicar con Los Tigres del Norte es platicar con amigos. Y la gente que los acompaña y quien los ve, los sigue viendo con cariño, saludándolos como si los conociéramos de toda la vida. “El cariño me conmueve”, me dijo Raúl “Nos compromete a seguir adelante haciendo cosas más positivas y cosas maravillosas, siempre y cuando Dios nos dé fuerza y salud para seguir soñando”. Soñar en grande, como aquellos pequeños niños que un día tocaron sus primeras notas en una pequeña casa de Rosa Morada.