Para leer con: “Takeover”, de Jay-Z
A nadie ha de extrañar que hoy, en una mesa, el celular sea más relevante que un tenedor o un cuchillo.
Ese tabique —que en un principio era más grande que un ladrillo— se ha encargado de distraer al mundo de sí mismo y ha logrado agacharnos al unísono para ser magnetizados por una pantallita.
Una rivalidad por la conversación
El hechizo no es casual. Son cien espejos de Blancanieves colocados a manera de algoritmo listos para que cada uno de ellos haga su parte con el correr del scroll infinito, particularmente en redes sociales.
Lo extraño es que estas plataformas, expresión de la dinámica social y de la actualidad, cambian, pero se rehúsan a evolucionar. Si uno quisiera sintonizar una de las muchas telenovelas que regala comidilla, no así valor, se puede asomar a lo que sucede con Twitter, bajo la conducción de Elon Musk.
Como si al mundo le faltaran sketches o parodias de ocasión, el multimillonario despojó de sus insignias azules a miles de celebridades y líderes de opinión para pedir dinero por algo que ni siquiera dentro de la empresa terminan de entender. ¿Quién compra algo inacabado que, además, no comprende?
Pero si eso no tuvo los suficientes efectos autodestructivos —y con la experiencia de explotar naves espaciales—, Musk decidió limitar el número de publicaciones gratuitas, lo que agitó la plataforma y provocó una desbandada a otras redes como Mastodon, hasta que apareció Threads.
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Mark Zuckerberg —quien tampoco es el más popular del vecindario— entró a escena con una réplica de Twitter montada sobre Instagram para asegurar una base preconectada.
No hay rivalidad carente de ingenio. Estos dos personajes han pasado de una potencial demanda por derechos de propiedad intelectual, a un reto de para luchar bajo un ring de la UFC.
Que viva lo intrascendente
Y ahí está el reflector, donde tal vez cambie de color o intensidad, pero jamás evolucionará, porque esta rivalidad expresa la necesidad de distracción que las propias redes impulsan. Fuera de la discusión de su verdadera influencia en la vida pública y personal, lejos de entablar conversaciones en torno de la regulación y transparencia sobre las plataformas. Sin importar el debate pendiente que hay en torno a su responsabilidad social.
Twitter tardó más de 5 años y Facebook, más de 4 para llegar a 100 millones de suscriptores, cifra que se estima, Threads alcanzó en 5 días. La gente —abonada o no a Instagram— se cansó de desplantes en Twitter. Pero quien optó por chismear lo que sucedía en Threads se llevó una sorpresa al encontrar lo que venía rehuyendo.
El discurso superficial de marcas y personas ha inundado con la misma rapidez que su crecimiento esta nueva red social, a pesar del claro intento del algoritmo por tapizar el entorno. ¿Dónde quedó el espíritu de innovación y la intención por renovarse?
Meta no buscaba reinventar las redes porque su modelo de negocio —a partir de los supuestos de cultivo al ego y promoción de la incesante curiosidad ajena— es lo suficientemente exitoso como para moverle un hilo. El punto es que, en el fondo, los usuarios tal vez sí anhelábamos una propuesta que hablara de evolución. Sobran aspectos en Twitter que eran mejorables. No replicables.
Si hasta la grabación de las camionetas en la calle en voz de la regañona mujer que clama por sus fierros viejos que venda ha evolucionado (hoy se escuchan versiones tecno de esa misma pieza), no se entiende cómo, ante la franca posibilidad para evolucionar las plataformas sociales, vino la evasión.
A menos que esa sea la idea: dejar las cosas más o menos como están.