Siempre tema de polémica, el volumen de los sonidos que nos acompañan en nuestra vida cotidiana es unas de las características -y de los inconvenientes- de las grandes ciudades o de las localidades que aspiran a serlo.
Debo advertir que no soy afecto a escuchar lo que sea a un volumen alto, aunque de vez en cuando, como la mayoría de nosotros, si algo me interesa (una canción, noticia o comentario en la radio) aprovecho para subir los decibeles y prestar mejor atención. Uso, como millones, audífonos para que nadie más tenga que incomodarse por lo que esté escuchando. Es un rasgo de la cultura que hemos construido en este cambio de época y, considero, es un tema social al que podríamos prestarle mayor atención.
Los defensores y detractores del ruido urbano tienden a colocarse en los extremos, ya sea rotundamente a favor del silencio o de la libertad de escuchar lo que me venga en gana, gracias a la potencia de bocinas proporcionalmente cada vez más pequeñas, pero con una capacidad que no nos hubiéramos imaginado hace unas cuantas décadas. Creo que sería muy útil encontrar un punto medio que nos ayudara con la convivencia diaria y para ello es necesario analizar con cuidado qué significa la contaminación auditiva y qué no lo es.
De acuerdo con la Organización Mundial de la Salud, el estándar auditivo se ubica en los 30 decibeles (la unidad de medición oficial) y no debemos estar expuestos a sonidos por encima de los 70. Un automóvil, por ejemplo, puede provocar 90 decibeles; un autobús, 100; y un avión, 130 db.
En ese sentido, tres o cuatro claxonazos son suficientes para causar un daño en el oído medio y en otras partes del aparato auditivo de una persona sana. Si a esto le añadimos el sonido por medio de audífonos o el estéreo a un volumen alto mientras circulamos, progresivamente estaremos perdiendo uno de los cinco sentidos que nos permiten vivir.
Los problemas de sordera o perturbación auditiva son una de las afecciones más comunes en las metrópolis del mundo y las nuestras no son ninguna excepción. Una pieza de música clásica a un volumen inadecuado provoca el mismo daño que el último éxito del pop. No es un tema de gustos, sino de cantidad de decibeles.
Asociar ciertos sonidos a ciertas personas no tiene ninguna relación con la contaminación auditiva. Recordemos que, en alguna época, el vals fue considerado un ritmo poco refinado y el tango un escándalo cuando comenzó a popularizarse en el mundo. Esto causará sorpresa en ciertas generaciones, pero la mía tuvo su momento de enorme polémica con la “lambada” brasileña y hasta con “La Macarena”, interpretada por el dueto español “Los del Río”. Antes y ahora, se confunde la pérdida de la calma con la moralidad y, peor, el ruido con “las buenas costumbres”. En lo personal, la música mexicana me parece tan valiosa culturalmente como nuestra comida. Muchos ritmos deberían ser considerados patrimonio de la humanidad y con ciertas canciones es imposible no estar de buen humor.
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No obstante, como sociedad, debemos hablar acerca de lo que significa el ruido -y sus efectos de la salud de millones de personas- y los límites que podemos acordar para respetar el derecho de todos a disfrutar de un volumen adecuado y del más absoluto silencio.
Juzgamos a partir de los gustos y en el caso de la música podemos ser lapidarios. Una señal de que avanzamos en el camino de la vida es condenar de inmediato alguna canción popular o un ritmo nuevo, comparándolo con lo que escuchábamos en esa misma edad. Son dos asuntos distintos. Hablo de reducir el ruido que provocamos entre todas y todos cuando conducimos, elevamos demasiado el volumen de nuestros equipos de sonido o soportamos decibeles excesivos por fiestas vecinales o establecimientos mercantiles.
Con disposición de escuchar, hablemos ya de este tema. Es por nuestra salud y buena convivencia. Algunas comunidades fijan horarios en sus edificios; y otras, días específicos para organizar eventos. Existen disposiciones oficiales para mantener el sonido y evitar el ruido, que funcionan o no, dependiendo del apoyo que le otorguemos las y los ciudadanos. Es decir, nos toca a nosotros aplicar lo que se establece en las normas y también contribuir con el civismo necesario para autoregularnos.
Es en ese sentido, y no en otros, que podemos evitar daños en la salud de todos. Cualquier otro enfoque entra en el terreno del prejuicio y eso nunca nos ha ayudado a ser una sociedad inteligente.