Nunca he creído que la naturaleza es caprichosa; no, al menos, como sí podemos serlo los humanos. Hemos logrado cambiar nuestro medio ambiente y, gracias a ello, podemos caer en la ilusión de que controlamos fuerzas que, de vez en cuando, nos recuerdan que solo estamos invitados a vivir en el planeta.
De acuerdo con la ciencia y la historia, algunas zonas desérticas fueron antes cuerpos de agua, ya fueran lagos o incluso enormes ojos de agua conectados a los océanos. Regiones completas en varios continentes no siempre fueron montañas de arena y eso debería ser suficiente para entender que el clima tiene un comportamiento y que, al incidir en éste, podemos provocar efectos inesperados.
Por ejemplo, un estudio reciente atribuye el desalojo de Teotihuacán -el centro arqueológico más importante de América, al que recomiendo visitar todas las veces que sea posible- a cinco terremotos que sucedieron en la zona en el año 650 y obligaron a una de las culturas más avanzadas de nuestro continente a mudarse a sitios, en ese momento, seguros. Pero otras civilizaciones también sufrieron desastres naturales que cambiaron el curso de su historia. La naturaleza hace ajustes a partir de una lógica que es todavía difícil de comprender.
Sin embargo, eso no ha detenido la ambición humana por seguir controlando algunas de las variables del medio ambiente. Esta semana pudimos observar imágenes extraordinarias de una masiva inyección de yoduro de plata al cielo, usando drones, en la ciudad de Dubái. Lo que vino después fue tristemente inesperado: las precipitaciones de un año en tan solo dos días.
Jugar a dominar a la naturaleza siempre es un asunto de riesgo y eso lo supieron tarde los habitantes de la cosmopolita ciudad de los Emiratos Árabes Unidos, incluyendo sus turistas y personas de negocios, al sufrir un auténtico diluvio en medio del desierto. Claro que la tecnología que hemos desarrollado a lo largo de cientos de años ya nos ha permitido transformar zonas áridas en campos productivos, pero tratar de manipular el clima, mientras continuamos contaminando la atmósfera, ocasiona efectos, muchas veces, devastadores.
Que llueva en medio de una fuerte sequía mundial es una bendición, pero que lo haga en unas horas y con un volumen destructivo, resulta todo lo contrario. Dubái lo ha experimentado de la peor forma posible: una veintena de fallecidos y daños en toda la ciudad; además de la imposibilidad de almacenar mucha de esta agua y utilizarla a favor de su sociedad, lo cual estoy seguro de que era uno de sus objetivos.
La historia de la humanidad está llena de relatos acerca de tragedias surgidas del cielo o de la profundidad de la tierra. Por su dramatización, la ciencia ha tenido que investigar qué fue lo que realmente sucedió y encontrar una explicación racional. El destino de la Atlántida no fue muy diferente al de los Mayas y tampoco a la caída de Babilonia. Cada civilización se ha adaptado a su entorno y lo ha modificado en algunos aspectos para desarrollar ciudades e impulsar el comercio y la comunicación con otros grupos sociales. Sin embargo, ninguna ha escapado de las inclemencias de un planeta en el que somos una afortunada coincidencia de organización, pensamiento e imaginación, que son las bases para que nos pongamos de acuerdo e innovar y con ello, mejorar nuestras condiciones de vida.
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La sabiduría convencional indica que todos los extremos son malos. Igual el de las altas temperaturas que hemos sufrido en México estos días (hay que reforestar), como los ríos no tan espontáneos que se formaron en las calles de Dubái por un probable exceso de yoduro de plata o de drones, como se prefiera verlo, para incitar a la lluvia.
Podríamos pensar que, con sus bemoles, este bombardeo químico (bastante probado para generar chubascos) es una solución técnica preferible a la de los diferentes rituales de nuestros ancestros para llamar a la lluvia. Sin embargo, no estaría tan seguro de desechar esa experiencia que ha quedado plasmada en muchas evidencias documentales antiguas; las cuales coinciden en que cada vez que quisimos sentirnos dioses la naturaleza nos puso en nuestro sitio; por lo general, en uno distinto al que estábamos acostumbrados.