Por Daniel Plata
Era el 24 de junio de 2023, mi primera marcha del orgullo LGBTTTIQ+. Sentía miedo de no encajar, de ser visto tal como soy. No podía levantar la vista del suelo y pensaba que no debería estar ahí. Entonces la vi: alta, con cabello plateado, sostenía una pancarta morada que decía: “¡Con transfobia, no hay orgullo!”. Su mensaje irradiaba rabia y dolor. Era evidente que ella misma había pintado y armado la pancarta, cargando un significado profundo en cada trazo. En más de una ocasión, pude distinguirla entre la multitud gracias a su mensaje colorido. Eso era lo que deseaba: destacar de esa manera, que la gente comprendiera mi presencia en esa marcha.
Crecí escuchando que el camino ya estaba hecho para personas como yo, que la lucha ya había acabado, que las verdaderas marchas se habían hecho años atrás y que mi generación no tuvo que pelear por nada. Yo sabía que no era así, que había cientos de personas de la comunidad que eran asesinadas y sus asesinos seguían libres. Un evento específico me lo dejó claro: el 13 de noviembre de 2023, Jesús Ociel Baena, el primer magistrade no binario en la historia de México, fue asesinade. Aún recuerdo la rabia que sentí ese día; mi perspectiva sobre la lucha cambió profundamente. En ese momento, el mensaje que aquella mujer me regaló a través de su pancarta cobró sentido.
Se acercaba el día de la marcha y sabía que este año tenía que ser diferente. Un día antes, me levanté temprano para confeccionar mi propia pancarta, asegurándome de que cumpliera su propósito en mí y en quienes la vieran. Mi pancarta no era solo un pedazo de cartón con palabras; era un símbolo de mi libertad, de mi lucha y de la esperanza de inspirar a otros a encontrar su propia voz y vivir su verdad sin miedo.
Esa noche no dormí. Me arreglé, me maquillé y peiné. Tomé mi pancarta y, por primera vez, salí a la calle sin miedo a las miradas, sin temor al juicio ni a la discriminación. Sentía un valor y una seguridad que nunca antes había experimentado. Eso me permitió unirme a un grupo de manifestantes, gritar y exigir la libertad que nadie más que yo, hasta ese momento, me había podido dar, de sostener mi pancarta en alto y saber que en algún lado había alguien a quien este mensaje le sirviera.
Ese día, me sentía completamente orgulloso de la persona que sostenía esa pancarta. Supe que mi presencia en la marcha no solo era un acto de coraje personal, sino también un homenaje a quienes han luchado y siguen luchando por nuestros derechos. Cada paso, cada grito y cada pancarta sostenida era una declaración de existencia, una afirmación de que la lucha continúa. Al final del día, no sólo había encontrado mi voz, sino que también me había convertido en un símbolo de resistencia y esperanza para otros.
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