Para leer con: “Race For The Prize“, de The Flaming Lips
En el mundo hay dos tipos de inventos: los que resuelven problemas y los que los crean. Sam Altman, el empresario con mayor reflector en inteligencia artificial, se alió con Jony Ive, el veterano diseñador que dio forma a los sueños táctiles de Apple, para anunciar la semana pasada un misterio del cual hay varios que aún no se reponen: un artefacto de hardware que —según sus promotores— cambiará la manera en que vivimos. La promesa no es nueva, pero el contexto sí lo es.
En la era del iPhone, el hardware era el podio del milagro. Hoy, la fe se desplazó al software. Lo que importa no es el cascarón, sino la inteligencia que lo habita. Sam Altman no pretende solo un aparato funcional; busca un envase para un nuevo oráculo digital.
Llama la atención la elección de Jony Ive en esta ecuación: un hombre que —aparte de saber hablar y convencer frente a la cámara–– logra traducir abstracciones tecnológicas en objetos deseables. Es el evangelista del diseño minimalista, el que convenció a millones de que lo bello debía también ser invisible.
Juntos, Altman e Ive buscan fundar una nueva categoría: un asistente artificial que no se parezca a una pantalla, que no se confunda con un teléfono, que se integre a la vida como si hubiera nacido con ella (para este momento, seguro ya hay miles de creyentes con sus billetes enfundados en espera de hacer fila por meses).
Pero aquí es donde la historia da un giro de tuerca. El nuevo artefacto no pretende ser una herramienta, sino una presencia. Se habla de un asistente que “comprende el contexto”, que “anticipa necesidades”, que “convive” con nosotros.
Si esto fuera literatura, estaríamos hablando de un personaje. Si fuera religión, sería un ángel. Si fuera política, sería un operador. En términos de Silicon Valley, es simplemente el futuro.
Durante siglos, la tecnología fue una extensión del cuerpo. El martillo amplificó el puño. El automóvil aceleró las piernas. Hoy, la IA pretende ser una extensión de la mente.
¿Queremos convivir con una conciencia artificial que se anticipa a los deseos? ¿Qué pasa cuando la interfaz deja de ser un canal para convertirse en interlocutor o peor aún, en coprotagonista?
La apuesta de Altman e Ive no consiste en crear una herramienta para resolver un problema conocido, sino en redefinir lo que consideramos problemas y lo que percibimos como soluciones. La tecnología, cuando aspira a transformarnos genuinamente, debe lograr algo que ningún ingenio previo haya podido: invisibilizarse en la vida diaria.
El iPhone de Ive lo consiguió. ChatGPT de Altman, de alguna manera también, colándose discretamente entre nuestras conversaciones cotidianas, redactando notas escolares y corrigiendo opiniones.
Mientras más poderosa es una tecnología, menos visible debería ser su mecanismo. El auténtico éxito de un invento es volverse tan necesario como para que no podamos recordar cómo vivíamos antes de él.
La alianza de estos dos titanes tecnológicos busca eso, pero sacar la IA de la pantalla: insertar un objeto que se desvanezca en el paisaje doméstico, un hardware que se haga necesario sin fricciones, que facilite nuestra existencia al punto de que olvidemos por completo su presencia.
Pero, ¿estarías dispuesto a ceder parte de tus decisiones y conciencia a un dispositivo? La IA, por más empática que la vistan, opera bajo criterios que no son humanos. Delegar decisiones cotidianas a un aparato implica delegar también parte de nuestra autonomía, lo que inevitablemente lleva a preguntarnos si queremos ser asistidos o sustituidos.
Así, el dilema no está en que Sam Altman y Jony Ive desarrollen un nuevo objeto, sino en lo que ese objeto va a hacer con nuestra vida cotidiana. Cada revolución técnica reconfigura los hábitos.
Esta apunta a modificar la noción misma de conciencia. Antes nos preguntábamos: “¿qué podemos hacer con la máquina?”. Ahora la duda es “¿qué puede la máquina hacer con nosotros?”.
Quizá el mayor desafío de este objeto —del cual no tenemos nombre ni forma— no sea tecnológico, sino profundamente cultural: ¿estamos listos para convivir con un compañero cuya inteligencia, lejos de reflejarnos, podría terminar desafiándonos, cuestionándonos, redefiniendo incluso aquello que hasta ahora habíamos asumido como puramente humano?
No nos están vendiendo una máquina, sino una visión. La idea de que estaremos mejor acompañados, más eficientes, más creativos. Tampoco se trata de reemplazar al ser humano, sino de volverlo más humano… con ayuda de un artefacto.
Puede que todo esto termine en una linda caja de aluminio cromado que no sirva para nada. O tal vez estemos ante el inicio de una nueva domesticación: la de nuestras decisiones, nuestros errores, nuestra soledad.
Una vieja pregunta regresa con nueva envoltura: ¿dónde reside el alma, en el creador o en su criatura?