“…las realidades del ingreso, la despersonalización sistemática que acompaña al proceso de convertirse en un paciente. Te cambian tu ropa por un pijama blanco anónimo, te ponen en la muñeca un brazalete de identificación con un número. Pasas a estar sometido a normas y regulaciones institucionales. No eres ya una persona libre; no tienes derechos; no estás ya en el mundo. Existe una analogía rigurosa con el proceso por el que uno se convierte en un preso, y todo te recuerda de forma humillante el primer día de escuela”
— Oliver Sacks, Con una sola pierna
No hace mucho tiempo, incluso hay quienes aún continúan pensando de esa manera, existía la noción, según dictaba la tradición extendida sobre todo por abuelas y madres, de que el hombre debía de ser “feo, fuerte y formal”, además de muy trabajador y un excelente proveedor; por supuesto jamás expresar sus emociones, salvo que no fueran fortaleza, enojo y coraje. A la lista del mejor partido también se le añadía que fuera de preferencia, médico, abogado, ingeniero o militar. Si bien existían otras dos profesiones con inicio y destino marcado para los varones, como maestro y sacerdote, una de ellas se cancelaba automáticamente debido al celibato y la segunda no era tan atractiva por su bajo sueldo.
Por esa misma época, caracterizada por un lazo social vertical jerárquico –Tierra Uno, diría Jorge Forbes– pautada desde una lógica patriarcal, la educación se basaba en el principio de “la letra con sangre entra” (ver, por ejemplo, La colonia penitenciaria de Franz Kafka) lo cual hacía que tanto el claustro como los centros educativos se organizaran a partir de la vigilancia, el control y, por lo tanto, el castigo. Dicha cultura afortunadamente se ha ido desdibujando del panorama cultural, sin embargo, en muchas instituciones, tales como la iglesia, el ejercito y el hospital se continúan manteniendo algunas prácticas que, muchas veces, van más allá de la sola rigidez y disciplina formativa, para caer en acciones agresivas y de franca violencia. De ahí se explica gran parte del desgaste físico y mental durante la formación y el trabajo de los profesionales de la salud, sobre todo de los campos de la enfermería y la medicina.
Pero, qué sucede, los médicos de base, los docentes y todo el sector salud no se dan cuenta de dichas prácticas agresivas que estructuran la formación médica. Claro que se dan cuenta, sólo que algunos lo justifican como un simple choque generacional, que los jóvenes no aguantan nada, generación de cristal, les dicen, que además el estudio y el ejercicio de la medicina requieren una formación extrema que raya en el sadismo y el crimen, que mucha veces cuenta con la complicidad de autoridades educativas y de gobierno, que es el “cover” o cuota, estilo novatada, que todos deben de pagar si quieren estudiar medicina, que si los médicos es un gremio anclado en prácticas estilo cacique de pueblo, que los alumnos tiene que someterse entorno a vacas sagradas de la profesión soportando un sinfín de acoso (escolar, laboral, económico, sexual…), que lejos están de aquellos humanistas y verdaderos científicos de la medicina; que un día, si al estudiante le va bien, podrá convertirse en uno de ellos y entonces, ahora si tener estatus, cobrar su sueldo y prestaciones y mandar a diestra y siniestra como otrora sus maestros a los cuales se padeció, porque ya no es un simple residente, ni externo, sino jefe de servicio o director ejecutivo. Gracias a lo cual se perpetua por los siglos de los siglos la misma cultura hasta que alguien, un grupo o sector más amplio, alza la voz y dice lo obvio: que hay algo terriblemente enfermo en la escuela-hospital que debe de ser atendido.
- El autor es psicoanalista, traductor y profesor universitario. Instagram: @camilo_e_ramirez