Opinión

México, migración y la hipocresía binacional: el incómodo espejo de los 40 millones en EE.UU.

Guardia Nacional
Protests Erupt In L.A. County Sparked By Federal Immigration Raids Protesters confront California National Guard soldiers outside of a federal building as protests continue following three days of clashes with police after a series of immigration raids on June 09, 2025 in Los Angeles, California. (Mario Tama/Getty Images)

Los mexicanos en Estados Unidos son, en su inmensa mayoría, gente trabajadora, honesta, que aporta todos los días al crecimiento de la economía norteamericana y, de paso, sostiene a México a través de un flujo interminable de remesas que superó los 64 mil millones de dólares el año pasado. Esa cifra es tan monumental, que de facto se ha convertido en el verdadero petróleo del siglo XXI para el país. Las remesas ya no son solo ayuda familiar: son política económica, son estabilizador social, son oxígeno para las finanzas públicas mexicanas.

Sin embargo, mientras en México solemos enarbolar con orgullo este éxodo como si se tratara de una gesta heroica, del otro lado de la frontera no todos lo ven igual. Para muchos sectores estadounidenses —sobre todo para aquellos donde el discurso migratorio ha sido convertido en una herramienta electoral— esta dinámica se interpreta como una “invasión silenciosa” alentada, directa o indirectamente, desde México. Y el término “invasión” no es casual: es el mismo que hoy, sin rubor, utilizan candidatos presidenciales, gobernadores y hasta algunos jueces federales al describir el fenómeno migratorio. No se trata de soldados, claro está, sino de migrantes. Pero para ciertos discursos, la diferencia es irrelevante.

Migrar, no cabe duda, es un derecho humano; pero es también un privilegio complejo, un reto enorme y, no pocas veces, un riesgo existencial. Cada quien tiene su historia: algunos lo hacen por trabajo, otros por persecución política, otros por huir de la violencia o la pobreza. Algunos cruzan con visas, permisos y papeles en regla; otros, empujados por la desesperación, se ven obligados a hacerlo de forma irregular. Pero el hecho es que vivir sin documentos en un país extranjero implica, por definición, una existencia bajo el permanente riesgo de ser deportado. Ningún gobierno responsable debería alentar o romantizar ese tipo de situación; por el contrario, su obligación es siempre buscar la regularización ordenada y segura de sus ciudadanos en el extranjero.

Aquí es donde México incurre en una doble moral peligrosa. Desde el discurso oficial, se suele hablar del “derecho del mexicano en Estados Unidos” como si existiera alguna especie de estatuto migratorio extraterritorial garantizado. No lo hay. Existen derechos humanos universales, pero no derechos migratorios automáticos. California, Texas o Illinois no son extensiones de México, así como México no es un apéndice de España, aunque tengamos miles de ciudadanos con doble nacionalidad. No confundamos la identidad cultural con la jurisdicción política.

Hay que decirlo con claridad: cuando en México exigimos respeto a la soberanía nacional —y con razón—, deberíamos mostrar la misma comprensión hacia las decisiones soberanas que toman los votantes estadounidenses en las urnas. Tan legítima es la elección de los mexicanos en junio de 2024 como lo fue el respaldo que ciertos sectores en Estados Unidos dieron a sus candidatos y sus políticas migratorias, por más incómodas que resulten en Palacio Nacional. No se trata de subordinación, se trata de realismo diplomático.

Mientras tanto, el debate se crispa. Unos lo ven como la amenaza final al American Way of Life; otros lo defienden como un derecho inalienable a asentarse en Estados Unidos. Pero ¿de verdad es así de simple? Miremos a Europa: Francia ya no quiere más migrantes del Magreb, España limita los flujos de Marruecos, el Reino Unido cerró el puerto de entrada tras el Brexit. En todos los casos, el debate migratorio alimenta las pasiones nacionalistas que luego se traducen en votos. Y como siempre repito: cada uno habla para quien le conviene, en el tono que su electorado quiere escuchar.

En México, por cierto, somos muy sensibles cuando las críticas vienen del otro lado. Baste recordar la incomodidad de YouTubers cuando periodistas binacionales —mexicano-estadounidenses o mexicano-españoles— formulan preguntas a la presidenta de la República o intervienen en debates públicos sobre la política nacional. Y, sin embargo, desde México exigimos constantemente una influencia política creciente para nuestros migrantes en Estados Unidos, aun cuando estos no participan en las urnas estadounidenses, especialmente los que están en situación irregular.

Por eso, el discurso de Donald Trump y Kristi Noem, que abiertamente mencionan la “invasión mexicana”, no está dirigido a los migrantes; está dirigido a los votantes que sí deciden quién ocupa la Casa Blanca. Los irregulares no votan. Pero sí sirven como argumento electoral.

Y en medio de este enredo de discursos cruzados, vemos cómo en redes sociales —con una notable dosis de desinformación— intentan vincular a la presidenta de México con las protestas en Los Ángeles, como si desde Palacio Nacional se estuviera moviendo el tablero político norteamericano. Pero la realidad es más simple: la política mexicana y la política estadounidense son dos lógicas distintas. En México, tras un asesinato político como el de Ximena Guzmán y José Muñoz, colaboradores cercanos de la jefa de Gobierno de la CDMX, Clara Brugada, el sistema ni se inmuta, los zócalos se llenan, pero el gobierno sobrevive. En Estados Unidos, ese mismo escándalo podría provocar una guerra o, en España, tirar gobiernos enteros.

Al final, cada país gestiona su narrativa según su contexto. Y mientras sigamos jugando a estas contradicciones discursivas —pidiendo respeto soberano mientras exportamos conflictos migratorios— el dilema seguirá abierto.

Saquen sus propias conclusiones.

DV Player placeholder

Tags


Lo Último