Nos vendieron un sueño. Nos dijeron que México haría historia como el primer país en albergar tres Copas del Mundo. Nos hablaron de gloria, de orgullo nacional, de un legado deportivo sin precedentes. Pero basta mirar los datos, seguir el dinero y escuchar a la afición, para entender que el Mundial 2026, que está a menos de un año de distancia, no es nuestro.
Es, en todo caso, una rentable operación de marketing dirigida desde los despachos de la FIFA y las oficinas de Estados Unidos. México es apenas un actor de reparto, una postal folklórica para adornar un negocio que no le pertenece.
Porque seamos claros: de los 104 partidos que se jugarán en la Copa del Mundo, solo 13 serán en México. El Estadio Azteca (aún en remodelación), el BBVA de Monterrey y el Akron de Guadalajara, son las únicas sedes en un país que presume su amor por el fútbol.
En contraste, Estados Unidos albergará 78 encuentros y Canadá 13. ¿Qué clase de sede es aquella donde ni siquiera se juega una cuarta parte del torneo? Más que anfitrión, México es escenografía.
Y aun así, se nos exige pagar como si fuéramos protagonistas. La venta de boletos será gestionada directamente por la FIFA desde sus plataformas internacionales, en un proceso centralizado que deja al aficionado mexicano fuera de juego.
¿Tendrá un padre de familia la oportunidad real de conseguir entradas para llevar a sus hijos al estadio? ¿Podrá un joven universitario soñar con ver a Mbappé o Haaland en vivo sin endeudarse de por vida? El Mundial ya no es el festival del pueblo.
El fútbol, el deporte más democrático del mundo, se ha convertido en el circo más exclusivo, caro e inasequible. Hoy, asistir a una Copa del Mundo es más parecido a comprar acciones que a compartir una pasión.
Y por si fuera poco, este Mundial llega en uno de los contextos políticos más tensos entre los tres países sede. Mientras Estados Unidos recibe la mayoría de los beneficios económicos —se estiman ingresos superiores a 5 mil millones de dólares en derrama turística y comercial—, también refuerza sus políticas migratorias y levanta nuevos muros (simbólicos y reales).
Los aficionados latinoamericanos deberán enfrentar restricciones fronterizas, visados imposibles, revisiones humillantes, y una narrativa oficial que, desde hace años, los trata como amenazas más que como invitados. ¿Cómo celebrar una fiesta cuando, para muchos, ni siquiera se permite entrar?
La paradoja es brutal: un Mundial “compartido”, pero profundamente desigual. Un Mundial que une en el papel, pero separa en la práctica.
Un poco de luz. Hay símbolos que valen y momentos que cuentan. La presidenta Claudia Sheinbaum se convertirá en la tercera mujer en la historia en inaugurar una Copa del Mundo, después de la Reina Isabel II en 1966 y Dilma Rousseff en 2014.
Un hecho que, en medio de tanto artificio, representa un avance político, social y de género. También hay valor en que México mantenga viva la llama de su legado mundialista, con una afición pasional, vibrante, que aún hace retumbar el Azteca. Y sí, aunque pocas, esas 13 oportunidades de ver partidos en casa valen oro para millones.
Además, el Mundial dejará una derrama económica estimada en más de 500 millones de dólares para las sedes mexicanas, de acuerdo con datos de la Secretaría de Turismo.
La infraestructura, los empleos temporales (aproximadamente 12 mil), el impulso al turismo y los patrocinios locales podrían representar una ganancia relevante, si —y solo si— se gestionan con transparencia y visión de largo plazo.
Pero no nos engañemos. Este no es el Mundial de México. Es el Mundial de las corporaciones, de la FIFA, de las grandes marcas…y de Estados Unidos. Es el Mundial donde el balón ya no rueda libre, sino condicionado por contratos, plataformas de streaming y zonas VIP. Es el Mundial que mira más al NASDAQ que a la tribuna popular.
A quienes crecimos viendo a Baggio, Romario, Bebeto, Klinsmann, Hugo y Diego en USA ’94, este regreso a Norteamérica nos sabe a poco. El espíritu del fútbol se diluye en protocolos, en discursos vacíos, en barreras físicas y digitales.
Aquella magia que alguna vez nos emocionó hoy parece un producto empaquetado con envoltura de inclusión y justicia social, pero con contenido vacío.
Que nos quede claro: el fútbol no es la patria. ¡Es negocio! Y si no despertamos como país, como afición y como consumidores, seguiremos celebrando goles que no son nuestros, pagando por fiestas a las que apenas nos dejan entrar, y aplaudiendo en un estadio que ya no escucha nuestras voces, sino las de los patrocinadores.
*Estratega en medios de comunicación; consultor en marketing y mentoría integral.