Opinión

¿Por qué confiamos más en extraños de internet que en quienes nos rodean?

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Los extraños digitales nos permiten ensayar versiones de nosotros mismos sin la amenaza del juicio inmediato.

En la mesa de al lado, una familia se reparte el pan y el silencio. Cada quien atiende la pantalla que más le conviene: la madre desliza el dedo para fugarse por la ventana de Instagram; el padre revisa las posiciones de los pilotos de la Fórmula Uno en tiempo real; los hijos carcajean con bailes imposibles en Tik Tok. Nadie dice nada, pero todos se marchan con alguien que no está en la mesa.

Nunca hemos tenido tantas formas de acercarnos y, paradójicamente, nunca hemos estado tan lejos. En esta coreografía de ausencias, ¿por qué confiamos tanto en los extraños digitales y tan poco en quienes pueden darnos un abrazo? La pregunta no es nueva, pero la tecnología le ha dado una urgencia inédita.

En teoría, la confianza es un proceso lento: se cultiva con años de trato, con pruebas cotidianas, con acciones que dicen más que las palabras. Sin embargo, en el mundo digital, bastan unos minutos para entregarle nuestra vida a alguien con quien jamás compartimos una charla. ¿Por qué este salto al vacío?

Parte de la respuesta es la ilusión de control. En las redes, seleccionamos lo que mostramos y lo que recibimos. Podemos borrar un mensaje, silenciar a quien nos incomoda, salir de la conversación sin mayor consecuencia. En la vida real, el otro insiste, ocupa espacio, exige atención. Frente al vecino, al compañero de trabajo, al familiar, no existe el botón de “bloquear”.

Los extraños digitales nos permiten ensayar versiones de nosotros mismos sin la amenaza del juicio inmediato. La pantalla es entonces un escudo y también un escenario: nos atrevemos a confesarle a una comunidad anónima lo que jamás diríamos a un amigo. Un algoritmo nos junta con personas que comparten aficiones o manías y eso nos da una sensación de pertenencia instantánea, aunque efímera.

En cambio, la convivencia cercana resulta más compleja. Implica tolerar lo imprevisible, aceptar el error, gestionar el desencuentro. La cercanía, por paradójico que suene, nos expone más. Nos muestra sin filtros y sin la posibilidad de editar nuestra reacción. Por eso, muchas veces preferimos la cómoda distancia de los desconocidos digitales.

No es raro, entonces, que confiemos en un usuario con avatar de gato antes que en el primo que siempre llega tarde. Lo virtual nos da la fantasía de relaciones a la medida, limpias, sin el peso de la historia compartida. Pero esa confianza es frágil: basta una desconexión para que el lazo se pierda, como si nunca hubiera existido.

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Regresemos a la mesa: la familia termina de comer y cada quien, con su pantalla, se despide del mundo. Quizá mañana, en el chat de un foro, alguno de ellos encuentre consuelo en un mensaje anónimo. La paradoja insiste: buscamos afuera lo que tenemos al lado, pero no tenemos idea cómo alcanzarlo.

Acaso el verdadero reto sea mirar de nuevo al cercano desconocido. Reconocerlo, por fin, como alguien digno de confianza.

* Las declaraciones y opiniones expresadas en este artículo son de exclusiva responsabilidad de quien las escribe y firma, y no representan el punto de vista de Publimetro.

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