Para leer con: “Happiness”, de Rodrigo Leao
La dicha, ese estado tan pregonado en los anuncios de jabón lavatrastes y en las cuentas de Instagram de gente que saluda al sol, ha dejado de ser un anhelo personal para convertirse en mandato público.
No se trata ya de encontrar la felicidad, sino de exhibirla, preferentemente con filtro cálido y la promesa implícita de que tu ánimo puede salvar a la humanidad (o al menos a tus seguidores más fieles).
Si uno no sonríe lo suficiente, el algoritmo te lo hará saber: se desploman tus “likes”, suben las amenazas de aranceles y el coach de vida que nunca solicitaste te envía un mensaje directo. En este ecosistema de la dicha forzada, ser infeliz resulta, sencillamente, de mal gusto.
Las aplicaciones de meditación han entendido bien el mensaje. Se presentan como si fueran la respuesta que el oráculo estructural nos negó por no pagar la suscripción premium.
Son el fast-food del alma: pícale aquí, respira acá, visualiza un océano y, en tres minutos, tus traumas de la infancia quedan licuados en una playlist de sonidos binaurales.
No hay tiempo para el silencio incómodo; la angustia debe ser gestionada a ritmo de notificación. En lugar de confrontar las sombras, preferimos recargarlas en la nube y liberar espacio mental para el siguiente reto de mindfulness.
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Todo esto bajo la promesa de que, si reincides en la ansiedad, será porque no elegiste la meditación adecuada (hay más de doscientas variantes, como si la calma fuera un topping personalizable).
Con todo, la búsqueda de sentido no se agota en una doctrina de bolsillo. El vacío dejó de ser un agujero metafísico para transformarse en oportunidad de agenda.
La gente —ya sin deidades oficiales, pero tampoco capaz de digerir el vacío— recurre a pequeños rituales que caben en la rutina y no comprometen demasiado.
Un café matutino con giro místico: revolverlo en sentido contrario a las manecillas del reloj para contrarrestar el avance tensional del día. Un paseo sin tocar los bordes de la banqueta, auriculares puestos y la fe puesta en la posibilidad de encontrarse viendo a los demás.
El éxito de estos hábitos radica en su humildad: no prometen el paraíso, apenas la ilusión de que hoy será medianamente soportable.
Por debajo de esta orquestación de hábitos y promesas exprés, queda una pregunta que ni la app más sofisticada puede responder: ¿a quién le sirve este simulacro de felicidad?
Mientras la industria del bienestar engorda vendiendo respiros empaquetados y la cultura digital nos prescribe rutinas para parchar la angustia, la vida real sigue presentando su innegociable cuota de incertidumbre.
La felicidad obligatoria es, en el fondo, un espejismo que exige negar las zonas grises, el duelo y la contradicción, como si bastara con borrar notificaciones para desactivar el dolor.
Quizás el precio de tanta luz artificial sea la renuncia al claroscuro, ese territorio incómodo donde la existencia encuentra sus preguntas más auténticas. Nos dicen que hay que estar bien para ser parte, que la tristeza es un desperfecto del usuario y que toda búsqueda debe llevar a una respuesta instantánea.
No obstante, el sentido —cuando aparece— suele hacerlo en los márgenes, en los intervalos donde dejamos de fingir plenitud y nos atrevemos, aunque sea por un momento, a estar incompletos.
Puede ser que el desafío real no consista en coleccionar rutinas ni acumular minutos de iridiscencia, sino en reconciliarnos con lo que no encaja, con la parte del alma que no se deja ordenar por calendario ni algoritmo. Porque la paz, esa sí, suele llegar cuando nos damos permiso de no estar bien y abrazar, al menos un instante, la verdad de nuestra propia intemperie.