Opinión

Manual de supervivencia para el bache chilango

FOTO: Agencia Enfoque
Baches se observan a lo largo de las calles del pías

En la Ciudad de México existe una forma de arte que no se enseña en la ENAP ni en CENTRO, pero que todos dominamos con maestría: el esquive coreográfico, milimétrico y de último momento del bache. En esta metrópolis, esquivar hoyos no solo es una habilidad vial, sino un ejercicio filosófico: uno aprende a evadir la tragedia sin dejar de avanzar, aunque sea a dos kilómetros por hora.

Los baches de la capital no son simples fallas en el asfalto. Son monumentos cívicos a la desidia. Son recordatorios de que aquí se pavimenta no para durar, sino para volver a pavimentar. Eso sí, con presupuesto de mármol y acabados de cartón mojado.

El modus operandi es simple y sofisticado: se contrata a la empresa del cuñado del compadre del exsecretario (todos con doctorado en simulación de licitación), se extiende una capa de asfalto más delgada que la promesa de campaña promedio y se cobra como si hubieran importado concreto lunar. Tres lluvias después, el pavimento se fractura con la dignidad de un chicharrón pisado y reaparece el cráter que, en realidad, nunca se fue: solo descansaba bajo el templado barniz de la corrupción.

Porque en esta ciudad, la máxima de banqueta se cumple con seriedad institucional: “El que no transa no avanza”. Incluso, debería estar inscrita en oro en todos los palacios de gobierno. Lo irónico aquí es que esa transa es la que impide el avance. ¿Cómo avanzar si cada tres metros hay un hoyo negro que amenaza con neutralizar la suspensión de tu coche y con eso tu confianza en el servicio público? Lo cierto es que aquí no se avanza: se rebota, se frena en seco, se zigzaguea como borracho por un campo minado.

Las calles de la CDMX son espejo del gobierno que la administra: dispareja, parchada, improvisada, con zonas que parecen haber sido olvidadas desde el Porfiriato, y otras que brillan recién maquilladas, justo antes de las elecciones (hasta con pasos peatonales ¡pintados de guinda!). Hay colonias donde el pavimento es un rumor y otras donde las obras se repiten —y estorban— como si el asfalto en realidad no tuviera la capacidad de durar en ninguna parte del planeta, más allá de seis meses. Pero eso sí, al pagar impuestos no hay bache ni descuento mínimo que valga.

Lo más alarmante es que ya normalizamos la irregularidad. A los baches no se les exige reparación; se les da nombre. “Aguas con el Mordor de Insurgentes”, “dale vuelta al agujero negro de Zaragoza”. ¿Para qué reportar o exigir acciones en torno a esta horadación que evidencia corrupción y trampa, cuando se puede colocar un trafitambo (igualmente doblado y maltrecho) o de plano un huacal huérfano a falta de señalamiento oficial?

Así no hay pierde: los baches no son accidente, son política pública. Son la evidencia material de una administración que pavimenta para las fotos, pero no para las ruedas. Que anuncia “obras de alto impacto” mientras las llantas sufren aún mayores daños. Que pretende cubrirse con desdén al responsabilizar a las lluvias sin calcular que el ciudadano no es estúpido, si acaso, está cansado y harto. Y por eso ni siquiera espera el martirio del trámite que ofrece el gobierno para ver si reembolsan las llantas reventadas por caídas en baches (me tocó, lo digo en primera persona).

En la ciudad de los baches, todo es provisional, menos el cinismo. Porque aquí no se trata de que el pavimento aguante: se trata de que el negocio no se acabe. Y mientras el gobierno sigue tapando hoyos con excusas y cubriendo robos con distractores, nosotros seguimos rebotando —literal y políticamente— entre la transa y el golpe.

Así que no esperes calles nuevas. Aquí lo único que se pavimenta con constancia y presupuesto es el camino de la impunidad. Y ese, por supuesto, jamás tiene un solo bache.

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