En estos días se están moviendo piezas importantes en la escena internacional. Reino Unido y Francia, potencias que hace casi 78 años dejaron “a la mano de Dios” el destino de Palestina tras su retirada colonial, ahora salen a reconocer al Estado palestino y a hablar de la solución de “dos estados”. La paradoja es evidente: quienes contribuyeron a la fragmentación inicial hoy se presentan como arquitectos de la paz. España incluso va más allá, con un Pedro Sánchez que en la ONU propuso que Palestina sea miembro de pleno derecho en Naciones Unidas y urgió a tomar medidas inmediatas para frenar la barbarie.
En medio de este giro diplomático, México también sorprendió: la presidenta Claudia Sheinbaum utilizó por primera vez en público la palabra “genocidio” para describir lo que ocurre en Gaza, en respuesta a una pregunta directa durante su conferencia matutina. No es un gesto menor, pues México históricamente ha sido cuidadoso en el lenguaje diplomático. Nombrar las cosas por su nombre abre un parteaguas en nuestra política exterior.
Pero lo que no termina de cuadrar es el silencio del mundo árabe. Egipto y Arabia Saudí, piezas clave de la región, apenas han hecho algo más que administrar fronteras y discursos. Su interés está en mantener a raya a Hamás para evitar un resurgimiento de los Hermanos Musulmanes, organización prohibida en sus países, y en bloquear la penetración de Irán en su sistema político. El resultado es que los palestinos quedan atrapados en una calle sin salida: sin salida hacia sus vecinos y sin tregua en Gaza.
En los años 70 el petróleo daba a los países árabes fuerza política y margen de maniobra. Hoy, pese a que el crudo sigue teniendo valor, su capacidad de presión parece mínima. Medio siglo después, el mundo árabe ni corta relaciones diplomáticas ni aplica sanciones serias contra Israel. Catar se lleva críticas, su canciller aparece cabizbajo en el Consejo de Seguridad de la ONU, pero todo se queda en gestos simbólicos que contrastan con la magnitud de la tragedia mientras es bombardeado quirúrgicamente por Israel y regala aviones a Donald Trump.
La ofensiva de Hamás del 7 de octubre no fue solo brutal, también un error de cálculo: sabían que quedarían atrapados en una ratonera. Las represalias de Israel han sido desproporcionadas y sangrientas, pero también previsibles. Gaza está hoy ocupada de facto: primero la ciudad, luego Jabalia al norte, y después lo que queda reducido a un triángulo de destrucción en el sur, el centro y el noroeste. La Autoridad Palestina —que no es Hamás ni Hezbolá— condenó tanto el ataque del 7 de octubre como la respuesta israelí y dejó claro que buscan un Estado legítimo sin armas. El problema es que la narrativa internacional sigue confundiendo los planos: Hamás no es Palestina, así como Netanyahu no es el pueblo judío. Y mientras las barbaries de unos y otros no justifican nada, la masacre se prolonga porque dos no hablan si uno no quiere.
La pregunta de fondo sigue sin respuesta: ¿por qué no liberan a los rehenes? Y al mismo tiempo, ¿por qué no dejan de matar? Como recordó Felipe González, el diálogo requiere voluntad de ambas partes, y hoy parece que nadie quiere escuchar. Sin embargo, lo paradójico es que la causa palestina, que parecía enterrada tras los acuerdos de Oslo, revive en medio de la devastación. El reconocimiento europeo le da oxígeno político, el uso del término “genocidio” por parte de Sheinbaum tensiona la narrativa internacional, y la indignación global mantiene la causa en la agenda.
Aun así, lo que estamos presenciando es una vergüenza histórica. Europa busca corregir un error cometido hace 70 años. El mundo árabe mira hacia otro lado. Estados Unidos sigue sosteniendo a Netanyahu. Y en medio de estas contradicciones, miles de civiles palestinos pagan con su vida la falta de coraje diplomático de quienes podrían frenar la barbarie.