Opinión

El Umbral Sagrado del Día de Muertos

Hay tiendas y proveedores que ofertan sahumerios con cuarzos y hiervas medicinales y hasta velas con forma de huesitos y aroma a pan fresco.
Ofrenda de Día de Muertos (Cuartoscuro)

Cuando se acerca el Día de Muertos, el aire cambia. Es algo profundo, invisible. Es como si el tiempo se detuviera un instante y se abriera una puerta que separa —apenas— dos realidades. Es, según se dice, el momento en que nuestros seres amados que partieron cruzan ese umbral para venir a visitarnos, a recordarnos que no se han ido del todo.

Nuestra cultura mexicana ha hecho de este encuentro una de sus expresiones más bellas y amorosas, porque entendemos que la muerte no es el fin, sino un cambio de forma. En nuestras ofrendas hay una sabiduría milenaria: el fuego que guía, el agua que purifica, la tierra que sostiene y el aire que comunica.

Cada elemento tiene un propósito y un lenguaje, y juntos componen un puente simbólico entre los mundos. Y también ocurre en muchas culturas del planeta, durante estas mismas fechas, que se repite el mismo gesto ancestral: recordar y honrar.

En Asia, por ejemplo, se celebra el Obonen Japón, donde las familias encienden faroles para guiar a las almas de regreso a casa. En Irlanda y Escocia, el antiguo Samhainmarcaba el final del ciclo agrícola y la apertura del velo entre los vivos y los muertos, tradición que dio origen al Halloween moderno. En Filipinas, en Camboya, en ciertas regiones de África y hasta en comunidades nórdicas, el otoño trae consigo el mismo mensaje: es tiempo de mirar hacia atrás con gratitud y hacia adelante con humildad.

Parece entonces que la Tierra entera se sincroniza con un mismo pulso: el del recuerdo y honra a quienes ya partieron. Como si un portal natural se abriera cuando las hojas caen y los días se acortan.

Es el llamado del alma colectiva a reunirse, a reencontrarse con quienes nos dieron la vida, con quienes compartimos risas, historias e intensos momentos. Incluso los animales, aquellos seres que nos acompañaron con su lealtad incondicional, vuelven —dicen los sabios— a rozarnos el alma, a dejarnos sentir su presencia en una brisa, en un sueño, en una mirada que se posa sin razón aparente.

Nosotros, los que aún caminamos en este plano, erigimos nuestros altares como pequeños universos de amor. Colocamos fotografías, flores, pan, fruta, copal y recuerdos. Cada objeto tiene espíritu y cada uno una historia.

En esas ofrendas condensamos nuestra gratitud y nuestro reconocimiento por lo que somos gracias a los que estuvieron antes. Ellos nos dieron su tiempo, su ejemplo, su ternura o su fuerza; nos dieron raíces. Y cuando miramos sus rostros en las fotografías, entendemos que no hay distancia suficiente para separar lo que el amor une.

Así, entre el perfume del incienso y el resplandor de las velas, comprendemos que el Día de Muertos no es un adiós, sino un “gracias”. Gracias por su paso por nuestra vida, por los aprendizajes que nos dejaron, por los lazos que permanecen más allá del cuerpo y del calendario.

Como enseñan las corrientes de la metafísica, ellos simplemente ya no están encarnados en este plano, pero continúan existiendo en otra frecuencia de luz y conciencia. Y nosotros, al recordar y honrar, les abrimos la puerta del corazón.

Celebramos su memoria para reconciliarnos con nuestra propia vida y con la vida de quienes aún tenemos cerca y vivos. Porque ver a la muerte de frente, con respeto y ternura, es también aprender a vivir con más presencia, más amor y más gratitud.

Así, cuando usted coloque su ofrenda este año, sienta que no está sola, que todos —en este y en otros planos— estamos unidos en una misma danza de eternidad. Recordar, amar y agradecer: ese es el verdadero milagro que florece entre los atardeceres otoñales de noviembre.

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